lunes, 17 de enero de 2011

Corramos un tupido burka


Esta es la todo menos fina estampa que me encontré el otro día en el acceso a la estación de Príncipe Pío por el Paseo del Rey.
Menudo susto me llevé de repente. Pocas veces en mi vida había sentido una aprensión así, como un troll verde que se me encarama a la espalda.
Llegué a pensar, reculando, que era un cadáver que habían cubierto mientras llegaba alguien para hacerse cargo de él: la policía, el Samur, un equipo forense o el servicio de recogida de homeless muertos, diligentemente enviado por esa Susanita de Mafalda que tenemos en el Ayuntamiento.


Daba yuyu pasar por su lado. Pero superado el impacto inicial, y como no se movía, me confié y hasta me detuve a hacer fotos.
La verdad es que no daba crédito. Hacía tiempo que no contemplaba algo tan morboso y tan sórdido. Y eso que en Madrid uno ve de todo. O puede esperar ver de todo, porque esta es una ciudad en la que a cada esquina te asaltan, como diría el maestro, tales of the unexpected.
Sin dejar de superarse: Madrid es una ciudad que reinventa día a día el concepto de gótico urbano.
Solo había que ver esto.


Aun con todo lo curado de espantos que pueda estar uno, esta especie de materialización de un ectoplasma azul, o visión burkapérrima de la exclusión social, es completamente nueva.
Sí es habitual ver, en este acceso a la estación, grupos de indigentes reunidos en alegre camaradería mientras comparten desventuras y un cartón de vino Don Simón.
El imán de atracción es el cercano albergue de San Isidro, ahora en obras.

Pero esto era lo nunca visto, traspasar un límite del mal gusto -para que luego hablen solo de Telecinco-: darte de bruces con una especie de reclamo conceptual de la pobreza galopante que invade nuestras calles, a modo de intervención artística.
Todo esto al lado de una estación con nombre bastante irónico: en esta ocasión al menos, el príncipe no fue muy pío.


Ante esta figura fantasmal y patética me pregunté, inevitablemente, quién le había puesto el burka encima. Él mismo no pudo ser porque la manta estaba impecablemente remetida por los bordes: se trataba sin duda de un trabajo externo.
Tal vez fue iniciativa de un ciudadano anónimo, que prefirió bajar una manta de su casa y tapar la escoria a tenerla ahí bien visible, delante de todo el mundo, con la mala imagen que da del barrio.

O a lo mejor, porque la realidad supera siempre lo de piensa mal y acertarás, fue una brigada del propio ayuntamiento, dentro de un proyecto piloto y movidos por esa mentalidad clasista de que los pobres solo ensucian y hacen feo, así que mejor esconderlos.
No deja de ser una solución alternativa para el burka, lo de tapar con él ciertas vergüenzas, ya que su uso genuino entre las musulmanas resulta tan polémico.

viernes, 7 de enero de 2011

Niñas, supernovas y un planeta enano


Lo leo en yahoo noticias: una niña canadiense de 10 años, en vez de estar jugando a las casitas o con los Sims o con la Barbie y su mundo color de rosa, va y descubre una supernova.
Ahí es nada.
Habrá que reinventar la canción: lunes antes de almorzar, una niña fue a jugar, pero no pudo jugar porque tenía que mirar por el telescopio a ver si encontraba algo nuevo en el espacio, lalalá.
No es que rime mucho, pero desde luego que urge una revisión de esta coplilla.

Alucinante lo de la niña.
Nuestra pequeña astrónoma boreal tiene por middle name Aurora, un nombre quizá profético, porque probablemente anuncie el alba de una pila de felices hallazgos para la ciencia.
Aurora es un nombre y una palabra que a mí me encanta. Díganme ustedes si no queda bonito soñar con una nueva aurora para la humanidad, cuando parece que lo único que conocemos es un eterno ocaso.


Nuestra heroína, aprendiz de Jodie Foster en Contact, ha batido además un récord.
Según ha anunciado la Real Sociedad Canadiense de Astronomía, institución harto venerable, se ha convertido en la persona más joven en hacer un hallazgo de este tipo.
Persona que, no lo olvidemos, es niña.
¿Y dónde estaban los hombres mientras tanto?
Lo más seguro, en una tertulia de Telemadrid o Intereconomía hablando de coñitos púberes.

Y qué casualidad, precisamente un coñito púber es nuestra precoz astrónoma. Claro que a ella los comentarios de un puñado de cretinos le sudan eso, el coño.
Ella a lo suyo, que es explorar el cosmos y realizar nuevos y sorprendentes hallazgos.
Esta niña maravilla o wondergirl (que no wonderbra por una vez) me recuerda una historia similar, que involucra a otra chiquilla y a esa cosa tan vasta que es el universo.
Y es una historia que, a mí al menos, me parece fascinante.


Hace relativamente poco tiempo, en mayo de 2009, fallecía a los 90 años en su casa de Inglaterra una señora llamada Venetia Phair, nacida Burney.
La anciana, ya jubilada como maestra, era una celebridad local que, cuando acudía a los planetarios y observatorios del país, se la trataba como a la realeza.
El motivo: Venetia Phair era la única persona del mundo que podía jactarse de haber puesto nombre a un planeta.
Y era mujer.
¿Dónde estaban los hombres mientras tanto?
Oh, ya sabes: en el fútbol, viéndolo por la tele o jugándolo con el Pro.

Pero narremos la historia, que ya he dicho que es fascinante.
En 1930, cuando Venetia no era más que una tierna colegiala de 11 años, acababa de descubrirse el noveno planeta de nuestro sistema solar, el más escurridizo y remoto, pero al principio se le conocía tan solo como Planeta X.
La comunidad científica llevaba meses discutiendo acerca de una posible denominación, sin terminar de decidirse.


Así andaban las cosas cuando un día, tomando el té junto a su abuelo Falconer Madan en la casita de Oxford donde vivían, Venetia tuvo una idea.
La niña había pensado, con una madurez impresionante para su edad, que por qué no llamar al nuevo planeta como al dios romano del inframundo, esto es, Plutón.

Al fin y al cabo, debió de razonarle a su abuelo, Plutón era un nombre que le venía que ni pintado al planeta recién descubierto, colgado en los confines de nuestro sistema solar, una franja fría y extrema que podía compararse perfectamente con el Hades o infierno de los griegos (y que, a diferencia del cristiano, que deriva del Gehinom o valle del fuego judío, era un averno helado, lo que tiene más sentido, porque no hay nada más frío que el reino de la muerte).


El señor Falconer Madan, encantado con la propuesta de su nieta, le ayudó a hacerla realidad. Nada mejor para ello que unos buenos contactos. En su caso, Herbert Hall Turner, que además de amigo suyo era uno de los astrónomos más célebres en la Inglaterra de la época.
El abuelo le informó de la ocurrencia de Venetia y don Herbert, también seducido por ella, se la comunicó a su colega Clyde Tombaugh, descubridor del nuevo planeta en el Observatorio Lowell de Flagstaff, Arizona.
El resto es historia.


Lo de Venetia no fue algo excepcional: ya había antecedentes en la familia. El tío abuelo de la niña, Henry Madan, había sugerido los terroríficos nombres de Phobos (Miedo) y Deimos (Terror) para las misteriosas lunas de Marte.
Así pues, de casta le venía al galgo.
De todos modos, nuestra historia tiene un final algo amargo: Venetia falleció no sin antes enterarse de que habían degradado Plutón a la categoría de planeta enano. Imagino que se llevaría un gran disgusto, como tantos otros astrónomos profesionales y aficionados.

Y es que hay gente que siente una especial debilidad por ese planeta distante, diminuto y enigmático.
En cierto modo se identifican con él. Son personas retraídas, hurañas y poco sociables que prefieren vivir apartadas del género humano. Y no hay planeta más apartado que Plutón.


Venetia Phair, la primera emo.

Como también es el más extraño y desafiante, con esa órbita suya tan excéntrica, con lo que puede decirse que es el planeta de los marginales y marginados, de los frikis que optan por vivir a su aire, de los inconformistas y excéntricos, de los bichos raros.

Plutón, que pese a haber sido despreciado retiene una gran capacidad de evocación, es pequeño pero matón y aunque lejos, muy lejos, muchos lo sentimos cerca.
Con su carisma singular y su magnetismo enfermizo, atrae, inspira, alienta y, por encima de todo, representa un ejemplo irreprochable de actitud y trayectoria para hikikomoris, outsiders, misántropos e inadaptados.