sábado, 18 de noviembre de 2017

Cápsula











El jueves 16 de noviembre hice por fin algo que llevaba años deseando hacer: una visita al Instituto Eduardo Torroja. Aunque ya iba mentalizado con la idea de que iba a conocer un lugar muy especial, lo que me encontré superó de largo mis expectativas: pocas veces en mi vida he estado en un sitio tan bonito. Tan extraordinario.

Es un viaje en el tiempo, a lo mejor y más exquisito de la arquitectura y el diseño de la década de 1950, donde el Instituto quedó atrapado como un insecto en ámbar. Es un lugar mágico, preservado casi intacto. Una maravilla. Si algo rebosa el Instituto Torroja, es hechizo.





Me recordó a esa otra bombonera espaciotemporal que es el Teatro América en La Habana. Y me acordé también de aquella revista tan fan del Movimiento Moderno de la que hace años era fan, Wallpaper*: en el Instituto Torroja babearían. O entrarían en trance, puede que levitando.

Es que es un sitio que, a poca sensibilidad estética que tengas, provoca en ti un rapto de belleza. No exagero. El Instituto Torroja es un templo pitagórico que rinde culto a la geometría en sus formas puras -prismas, dodecaedros- y que exhibe una arquitectura que a ratos es tectónica, a ratos escultórica. Es un recinto esotérico -con planta en forma de Pi- y enorme fuerza plástica. De un poder visual rotundo. Y que te envuelve y abraza en la fluida transición de sus porches y patios.









Los muebles de Manuel Barbero y Atema -recogidos en este catálogo del COAM- son espectaculares. A uno le parece estar metido en una historieta de las Hermanas Gilda. El resto del Instituto no desmerece. La modernidad sigue chillando en cada rincón, en cada detalle de diseño singular y exquisito. Y son infinitos. El inventario visual es inagotable.

El Instituto Torroja es una miniBrasilia. Un canto al hormigón. Un lugar encantado y encantador. La obra de un genio visionario que murió al pie del cañón, en su despacho. Un hombre de talento reconocido internacionalmente al que sus empleados adoraban y que hizo del complejo un empeño personal en el que vida y trabajo se confundían y mezclaban. Don Eduardo Torroja, de hecho, vivía aquí: el Instituto era también su hogar, con su despacho acondicionado como vivienda. Este complejo junto a la M-30 fue su Menlo Park.





Mercedes Gómez, de Arte en Madrid, explica en esta entrada la historia del Instituto de forma inmejorable. Yo me voy a centrar en lo emocional. En el festival de sensaciones que sentí, estéticas -principalmente- pero también éticas: Eduardo Torroja concibió este recinto como el lugar de trabajo ideal, en un entorno agradable y donde poder disfrutar de ratos de esparcimiento. En esto se anticipó a las empresas de Silicon Valley: mucho antes que Facebook y Google, Eduardo Torroja ya había puesto a disposición de sus empleados unas mesas de ping pong, diseñadas además por él mismo. En hormigón, cómo no.





No fue lo único en lo que Eduardo Torroja se adelantó a su tiempo. También mostró una sensibilidad ecológica del todo inusual para la época: a la hora de levantar el complejo, dio orden de respetar e integrar en el conjunto a los árboles ya existentes en el terreno, en vez de arrasar con ellos. A día de hoy, si alguien quiere saber por qué hay una estación de metro que se llama Pinar de Chamartín, solo tiene que acercarse al Instituto Torroja para entenderlo.

Son esos mismos pinos, repartidos por todo el recinto, los que hacen que el Instituto Torroja recuerde a veces a un hotel de la sierra madrileña o a un club alpino, sobre todo la sección del comedor circular acristalado junto a la piscina. Eran las 6 de la tarde ya y me dieron ganas de pedir un Bloody Mary.






Me sentía como en casa, a lo que ayudó el trato tan estupendo que recibí. No solo por parte de mi anfitriona, Virginia Gallego, arquitecta conservadora y guía de las visitas, que ama el Instituto y la figura de Eduardo Torroja y transmite ese amor. Quisiera mencionar también a Eduardo, el conserje, a Luis, el vigilante locuaz de conversación fascinante, y a Rogelio Sánchez Verdasco, de la unidad de divulgación y archivo del Instituto.






El Instituto Torroja es un oasis de magia y belleza intemporal que, pese a todo, no tiene la categoría que se merece: no cuenta con protección integral, solo estructural. Ni siquiera es BIC.
Miedito da. Esto hay que corregirlo cuanto antes. No solo porque el Instituto Torroja sea digno de un número especial de AD -e incluso a ser serio candidato a Patrimonio Mundial de la Unesco-. También forma parte de nuestro patrimonio industrial y científico: en su momento fue un laboratorio creativo donde se exploraban las posibilidades expresivas y constructivas del hormigón. 
El Instituto es la obra personal de un genio y, todavía, un símbolo de modernidad, tan fresco como el primer día y felizmente conservado. Como una de esas bolas de cristal llenas de agua que se compran de recuerdo. Falta agitarlo para que aparezca la nieve. 






En el Instituto Torroja se han realizado películas, comerciales para televisión y editoriales de moda. Es una cinecittá vintage y poliédrica. Un recinto único en el mundo. Una isla del tesoro junto a la ruidosa M-30. Y debe tener esa consideración. 
La sensibilidad hacia el legado arquitectónico del pasado siglo XX debe crecer y afianzarse. En Madrid tenemos una joya que por ahí ya quisieran, y hay que valorarla y protegerla como se merece.