jueves, 26 de noviembre de 2009

Manzanas


La manzana es una de esas frutas siempre destacadas en la colección otoño-invierno. Yo nunca he entendido por qué. Es una fruta que he aborrecido desde niño, por aburrida y antipática.
Lo primero porque no hay nada más cansino que comer una, con esa textura harinosa que acaba formando pelota intragable en tu boca; es como un polvorón, pero más jugosito.
Lo segundo por esos pellejitos que insisten en quedarse incrustados entre tus dientes y sobre todo por su desagradable sabor, una corrosiva explosión de acidez que te inflama las encías como un enjuague de Oraldine.
A mí, qué queréis que os diga, me va más el Ph neutro.

Y sí, las manzanas son muy sanas, no lo discuto. Por algo en inglés tienen un dicho: "An apple a day keeps doctor away", pero vamos, en lo que a mí concierne, prefiero otros modos de automedicarme: a mí las manzanas me dan una pereza terrible.
Por no hablar de la grima, o directamente el asco, que me producen sus derivados, como el zumo o el pastel de manzana.
No existe postre más triste y esaborío en el mundo que un platito de loza blanca con una manzana en medio; por favor, aúllo en estas situaciones, que traigan algo mucho más apetecible y carismático, el carrito de las tartas, por ejemplo.


Mi gurú personal conoce esta fobia mía y me anima siempre que puede a dar a las manzanas una segunda oportunidad. "Todo el mundo se la merece", me dice, envuelto en ese aura balsámica que tanto me tranquiliza.
Yo tengo en muy alta consideración sus palabras, pero ya le he dicho que se olvide porque lo mío con las manzanas es algo que no podría superar con terapia ni asistiendo a reuniones de "Apple-haters Anónimos".

Mi gurú hace mención entonces de la enorme relevancia que la manzana ha tenido en la historia de la humanidad, siempre presente y cargada de simbolismo.
La manzana de Eva nos arrojó del paraíso. Fueron manzanas (de oro) lo que Hércules fue a recoger al jardín de las Hespérides. Suma las manzanas de Blancanieves y Guillermo Tell más la que permitió a Newton descubrir una de las más importantes leyes de la física. Y tampoco olvidemos su aportación más reciente: Apple era como se llamaba la disquera de los Beatles y bueno, quién no tiene un Mac, un iPod o un iPhone.


Mi gurú va más allá y me alarga una manzana y me pide que la observe atentamente. Entonces me hace notar, mientras la giro en la mano, que se trata en realidad de una representación del universo, un cosmos a pequeña escala con todas esas motas y puntitos que se corresponden con constelaciones y galaxias.
"La vida está en todas partes", me recuerda.
Y probablemente tenga razón. Ya lo decía el Maestro de Maestros, el Tres Veces Grande Hermes Trimegisto: "Como lo de arriba, así es lo de abajo."
O lo que es lo mismo, lo más grande tiene su reflejo en lo más pequeño, esa extraña correlación entre lo micro y lo macro.

Ah, la manzana y su misterio. Aparte su papel épico-místico en la historia de la humanidad, ¿Será verdad que una sola de ellas contiene todo el mapa de la creación en su piel?
Mi gurú afirma que sí, pero a mí en el fondo todo esto me supera. Yo lo único que sé es que, si ya tenía prevención, ahora lo de morder una manzana me va a echar más atrás que nunca, no vaya a ser que le dé un bocado a una y por una especie de efecto mariposa a nivel cósmico, provoque un tsunami en un continente de Venus.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Échale la culpa al googie


Esto es, a la arquitectura googie, ese estilo futurista que puso de moda La Aguja Espacial de Seattle en 1962 y que seguramente ha protagonizado más de un falso avistamiento de platillos volantes.
Porque a eso precisamente es a lo que recuerdan muchos de estos enormes frisbees hi-tech encaramados en lo alto de esbeltísimos cilindros, como los nuevos totems space age plantados en medio de la ciudad. O del campo, pues también se hizo muy popular para depósitos de agua, áreas de servicio y torres de control.

En Madrid poseíamos un ejemplo intachable de arquitectura googie, hasta que algún iluminado tuvo la genial idea, primero, de convertirlo en macetero gigante y, finalmente, de derribarlo.
Me refiero a la torre con restaurante circular arriba que sirvió durante años de símbolo al Parque de Atracciones de Madrid.
De hecho, desde su inauguración y hasta su trasformación en un nido de lianas mutantes, su nombre oficial era El Platillo Volante.


Ese es el gancho de la arquitectura googie: por un lado la sonoridad sexy de su nombre, como de baile de los años 40 interpretado por big band; por otro ese aspecto indefinido y andrógino.
Seguro que desde un principio, con la histeria colectiva por los OVNIS en pleno auge, sus siluetas ambiguas dieron motivo a más de una confusión.
La gente creía estar viendo un platillo volante entre las nubes o tras la niebla y en realidad se trataba del restaurante panorámico recientemente inagurado en la torre de televisión.
Era la escasa vista o las condiciones metereológicas, se excusaban luego algunos.
Otros simplemente insistían: "¿La torre? Naaa, yo lo que vi fue un OVNI."

Son los denominados ufólatras, adoratrices de una nueva religión que ha venido a sustituir los mitos y dogmas antiguos por otros que van más allá y cambian el concepto de "cielo" por el de "espacio exterior". Esta religión, la ufolatría, sí que se dispara al infinito. Es su meta, su templo, su campo de estudio y oración.
Convencidos también de la existencia de seres ultraterrenales, a estas alturas ya no se arrodillan ante dios ni amo, pero sí se postrarían en el acto ante la aparición de unos seres humanoides en un encuentro en la tercera fase.


A este nuevo culto le está pasando como al de los cristianos evangélicos, que se está expandiendo a la velocidad del universo. Y como ocurre en cualquier secta, contagia a todo tipo de gente: inculta o cultivada, rica o pobre, ciudadano corriente y moliente o celebrity excéntrica.


Me estaba acordando de repente de la ida de olla que tuvo hace poco Robbie Williams, que llegó a marcharse a vivir al desierto, en una tienda, durante meses, esperando contactar con algún borrachuzo cocainómano de la amplia comunidad intergaláctica para irse juntos de farra (sin negar por ello que hubiera detrás una búsqueda espiritual màs elevada).


Ahí están también las pasmosas declaraciones de la primera dama de Japón, por si no tenían bastante con el drama en palacio de una emperatriz deprimida y anoréxica. A la buena señora le ha dado por decir, ignoro si después de enchufarse una buena garrafa de sake, que visita el planeta Venus con cierta regularidad y que se comunica con seres de otros mundos, en los que cree a pies juntillas, tan juntillas como los puede llevar una geisha.


¿Qué quieres que te diga? Échale la culpa al googie: él también es responsable en parte de tanto disparate, pudiendo ser confundido con naves espaciales que abducen caniches con su rayo succionador.
Que yo sepa no existe ningún caso documentado, pero estoy convencido de que estas construcciones avanzadas han ayudado al delirio o trance místico de más de un ufólatra fanático.
La fe no es que sea ciega, es que distorsiona la visión.

martes, 3 de noviembre de 2009

Last night a poltergeist saved my life

Hace unos meses le dediqué un post a esa situación espantosa que es despertarte con la casa ardiendo. Y digo espantosa porque ahora, al contrario que entonces, lo sé por propia experiencia.
Estuve a punto de convertirme en el amante de fuego de Mecano, achicharrado en el incendio de mi casa.
Ocurrió la noche siguiente a Halloween, con luna casi llena y uno de esos vendavales en que los aullidos del viento ponen la piel de gallina.



Había encendido tres velas blancas en mi cuarto, sobre la mesa junto al PC, de las que van metidas en una funda o carcasa de plástico rojo. Ya lo había hecho otras veces sin mayores consecuencias. Esta vez, en cambio, podían haber sido fatales de no ser por mi vecina.

Mi vecina es de Segovia y católica militante; hasta hace dos años vivía su marido, tan religioso como ella, y entonces les pusimos el mote de Los Flanders.
Él murió poco después, de cáncer, y ella se quedó con las dos mellizas que tuvieron juntos, más otro cuatro niños que tenían en acogida.
Tres de ellos son hermanos, dos niñas y un chico, Ángel, que la noche que pudo acabar en tragedia cumplió los designios de su nombre.

Pero volvamos al momento en que encendí las velas en mi cuarto. O mejor a un rato después, cuando ya dormía a pierna suelta. El giro fatal del destino se produjo al prenderse el recipiente de una de las velas: el plástico se derritió y la cera inflamada se derramó como lava.
Yo, durmiendo como un bendito, no me enteré de nada. El fuego, mientras tanto, quemaba ya un lado de la mesa e iba consumiendo todos los consumibles a su alrededor: mi conector inalámbrico Belkin con su soporte, medio ratón y tres cuartas partes de altavoz...

De haber seguido su curso, se habría extendido rápidamente por la habitación: justo al lado de la mesa estaba el cesto de mimbre para la ropa sucia; encima, la caja de madera de la persiana; un poco más allá la ropa del armario, que estaba abierto... Si llego a despertarme diez minutos después, me habría sentido como Juana de Arco mientras las llamas ascendían hasta su nariz romana y sus walkman empezaban a fundirse...
O probablemente no habría llegado ya a despertarme, sofocado por el humo negro y ponzoñoso que despedían el plástico y los componentes eléctricos quemados.

Estado en que quedó la mesa - Pallol Press ©

Fue entonces, en el punto crítico, exactamente a las 4.30 de la mañana, cuando llamaron a la puerta.
No a la de mi habitación, a la de casa. Y con insistencia.
El timbre me despertó y me encontré con la mesa en llamas. Asustado como pocas veces en mi vida, la modorra del sueño me desapareció en un segundo; jamás me había espabilado tan pronto. Y reaccioné todo lo rápido que pude, conteniendo a duras penas el pánico.
El timbre de la puerta, mientras tanto, no dejaba de soñar, dingdong, dingdong. Clara y Alejandra, que viven conmigo, ya se habían despertado para entonces y se habían asomado a la puerta de su cuarto preguntándome: David, ¿qué pasa? ¿Quién llama a estas horas? ¿Qué es todo este humo?

Pero yo no podía atenderlas, como tampoco iba, de momento, a abrir la puerta, por más que siguiera sonando. Mi orden de prioridades estaba claro: lo urgente era apagar el fuego.
Fui al baño, agarré la papelera, volqué su contenido y la llené de agua en la bañera. Volví corriendo al cuarto y la vacié sobre las llamas; para qué más, fue como echarlo en aceite: aquello de repente fue una falla.
Entonces, en un rapto de lucidez, recordé que para apagar un fuego lo mejor es una manta, una toalla o una pieza de tela; de algo tiene que servir ver tanta tele.

Cogí una sudadera vieja y comencé a golpear con ella el fuego hasta que por fin lo apagué. Entonces, un poco más calmado, bajé por fin a abrir la puerta.

Fuera estaba mi vecina, la Flander, que nada más verme dijo enojada:

-Oye, por favor, a ver si dejáis de hacer tanto ruido que fíjate qué horas son y me habéis despertado a todos los niños...

Yo, sin tiempo a asimilar tanto shock, le pregunté confundido:

-¿Ruido? ¿Qué ruido?

-El de esos golpes que se oían al otro lado de la pared del cuarto de Ángel y que fue el primero al que despertaron. No sabes cómo sonaban, una barbaridad. Al principio pensé que era una ventana que os habiaís dejado abierta, y como hace este viento... Pero no, los golpes claramente venían de dentro, de la habitación que da a la de Ángel, esa que tenéis siempre cerrada...

Yo no sabía de qué golpes estaba hablando. Tampoco Clara y Alejandra:

-¿Qué quería la loca esa? -me preguntaron luego al subir- ¿De qué golpes habla, si aquí no hemos oído nada?

Esta era la cuestión: unos golpes tan fuertes que retumbaban en casa de la vecina y que se producían dentro de la nuestra los tendríamos que haber escuchado.
Lo raro era que no nos hubieran despertado también a nosotros.
Pero ahí está el insondable misterio, que los golpes que la vecina me describió al día siguiente como "de golpear repetidamente contra la pared el cabecero de una cama" sólo los oyeron ellos, en la casa de al lado.
Unos golpes que salían, además, de una habitación normalmente vacía.
Aquella noche también lo estaba.



Desde entonces pienso en esto maravillado, desconcertado y con algo de miedo.
No sé a qué se debió este poltergeist tan oportuno que alertó a los vecinos, si a un emisario celestial, un ángel guardián o al genio de la casa.
Aun sin poder explicarlo, se trató de un prodigio inexplicable, un milagro en toda regla.

Quizá relacionado con las hondas creencias católicas de mi vecina, más receptiva por tanto a servir de médium, o conque su hijo adoptado, el primero al que despertaron los ruidos, casualmente se llame Ángel y actuara como tal...

Lo ignoro. De lo que sí estoy convencido, después de darle vueltas y más vueltas, es de que esa noche se dio algún tipo de manifestación sobrenatural o intervención divina.
Un heraldo paranormal avisó a nuestros vecinos, librándome de morir asfixiado por el humo tóxico o, lo que es peor, quemado.
Y no sólo a mí, a las que viven conmigo.

Alguien, allá arriba o al otro lado, nos libró de un destino al ast, alertando a los vecinos con sus golpes perentorios para que vinieran en nuestra ayuda.
Podéis pensar lo que queráis, pero lo que he contado es verídico y la conclusión es la misma: gracias a unos extraños y providenciales raps, hoy estoy vivo para contarlo.