sábado, 25 de mayo de 2013

Incorpóralos a tu dieta



Es el consejo que ha lanzado al mundo la  ONU y supongo que habrá que hacerle caso.
En una espiral crítica en la que se nos agotan las sardinas y el atún rojo, nos mezclan ternera de Kobe con carne de rata en las hamburguesas y comemos pollos mutantes, volvemos nuestros ojos golositos hacia todos esos bichos que hasta ahora, al menos en nuestra cultura occidental, solo nos habían provocado grima, miedo y asco.

Pero Insectopia, ese paraíso lleno de restos de picnic que salía en Antz, se ha convertido ahora en un corredor de la muerte.
Malos tiempos para los insectos, que al parecer van a pasar de comerse las sobras de nuestras meriendas en el campo a formar parte de ellas. 



Llevados por la necesidad de nutrir convenientemente a una población humana que empieza a reventar por las costuras y esquilma sus recursos naturales, el prejuicio se revisa y el paradigma se trasforma en una visión de los insectos gastronómicamente sexy.

Ya se lo decían a Christian Bale junior en El imperio del sol: los bichos tienen muchas proteínas.
De haber sabido esto en nuestra posguerra, la gente no le habría hecho tantos ascos a los que se encontraba en las lentejas.

Pero es que no es solo el aporte proteinico: en el mundo se estima que se apelotonan unos 10.000 millones de insectos por kilómetro cuadrado.
Para quien sepa la superficie de la tierra y se ponga a hacer el cálculo, la cifra total debe ser de las que marean.




Eso pese a haberlos diezmado concienzudamente con el DDT, el Cucal y los parabrisas de los coches. Pues como si nada. Son una reserva sin fin, billones y billones de ellos. Una despensa inagotable. 

Y la ONU ya nos ha puesto sobre aviso: hay que aprovecharla, que no están las cosas como para despilfarros.
Así que habrá que empezar a vencer el asco y los remilgos e irse ya mentalizando: sentarse a la mesa, en un futuro no muy lejano, va a ser como tener que superar una prueba de Fear Factor.
O montarte en casa tu propio episodio de Perdidos en la tribu.

sábado, 11 de mayo de 2013

La huella



Antes, hace no mucho tiempo, te animaban a pasar por este mundo dejando huella. Ahora no, ahora tienes que hacer todo lo posible por reducirla.

El último hit entre los urbanitas con conciencia verde: Oh, yeah, baby, let's get organic, que cantaría Marvin Gaye o Barry White con un susurro sudoroso, sexy y sucio sobre una base soul o funky.
Eso venga, vamos a ponernos orgánicos y a gastarnos un platal en productos cultivados ecológicamente, que es lo guay, pero luego algo tan básico como es reciclar la basura como que no mola tanto.
Muchos de los que corren a firmar on line contra los trasgénicos y el monopolio de Monsanto son también los que luego, sin que les tiemble el pulso, siguen embutiendo toda su basura -orgánica, envases, vidrios, papel- en la misma bolsa.
Cuando se lo reprochas, continúan poniendo las excusas de siempre.

Supongo que no es mucho pedir un poco de coherencia. Tampoco hay que llegar al extremo de la norteamericana Melissa Schweisguth, mujer auto-sostenibílisima que lleva sin botar nada al tacho de la basura desde 2006.
Lo suyo es un ejemplo de compromiso serio: se abastece de agua de lluvia, nunca compra comida envasada sino a granel y, cuando sale a comer fuera, lleva sus propios cubiertos y servilleta. Los escasos desechos que produce los composta, recicla o reutiliza, a veces como relleno de almohada.
Según cuenta ella misma, se limita a vivir de una forma coherente con sus valores.



Ahí está la clave, el quid de la cuestión, la pata por la que se tambalea toda la mesa: lo verdaderamente insostenible entre muchos de los conversos al nuevo credo de lo sostenible es la coherencia.

La mayoría de la gente que conozco sigue viviendo como si no hubiera un mañana sin recursos naturales. Yo pensé, ingenuamente, que con la crisis se daría un cambio de paradigma y que la gente, como en una nueva posguerra, volvería a zurcir calcetines, a remendar la ropa, a apagar obsesivamente las luces 'que no se usan' y a escurrir el bote de aceite hasta la última gota.
Pero no, lo único que ha pasado es que la orgía consumista simplemente se ha ralentizado. Está casi en punto muerto, pero latente, porque la actitud de la mayoría de la gente sigue siendo la misma. A ver quién renuncia a una forma de vida tan gratificante y cómoda cuando ya la ha conocido.
Como mucho, la rebaja a low cost.



A todos nos preocupa la naturaleza y su degradación, pero también surge el conflicto entre la realidad y nuestros deseos. Se da una contradicción flagrante que más vale tratar con sentido del humor, así nos evitamos el desánimo o el berrinche.
Es lo que hacen las niñatas de Haim en su vídeo de 'Falling' -por cierto, pedazo de rola- en el que se las ve retozar por el campo como amazonas desmelenadas, en una comunión casi mística con la naturaleza y una estética y fotografía hippie-setentera que es como si Fleetwood Mac o Las Vírgenes Suicidas se fueran de picnic.

Pero es al final del vídeo cuando llega el momento revelador y su carga de ironía: después de una intensa jornada de integración campestre, llega el padre de una de ellas con el coche y las recoge para llevarlas de vuelta a casa.
O lo que es lo mismo, a la calefacción, la ducha y el agua caliente, la comida en la nevera, las redes sociales, el ADSL y ese móvil inteligente por el que, antes que prescindir de él, mataríamos a cuatro gatitos y cinco ponis de color rosa.

Para qué nos vamos a engañar: por muy insostenible que sea la situación del planeta, resulta muy duro sacrificar tanta comodidad desechable, tanta y tan apetecible oferta en los lineales de los supermercados y en los escaparates, tanto usar y tirar, total para qué arreglarlo si comprarlo nuevo me sale más barato, y que se hundan todas las fábricas de Bangla Desh.



Estamos atrapados en un círculo vicioso del que es muy difícil salir. Nos cuesta renunciar a una serie de cosas que ya consideramos básicas, casi más que el agua que bebemos o el aire que respiramos, aunque luego nos escandalicemos al leer cosas como esta o firmemos en contra de la mercantilización del agua.
Para lo cual, por cierto, Coca-cola ya nos está preparando de forma sibilina con su publicidad reciente: no es que esté refrescando al mundo desde 1886, es que lo está hidratando. Es decir, ya nos van mentalizando para cuando terminen de poner su logo también al agua del grifo.

Espero al menos que te den a elegir sabores y una dosis prudente, sobre todo por las mañanas, de prozac o cafeína, y por las noches -y solo para adultos-, de diazepam o cualquier otro sedante que ayude a domar el estrés y conciliar el sueño.
Si hasta es posible que salgamos ganando, porque hay que reconocer que el agua del grifo, tal y como está conceptuada actualmente, es bastante aburrida.