Es que es una forma tan absurda de mirarse el ombligo, pensar que el hecho de haber nacido en tu parchecito de mundo es un regalo de dios... El solipsismo del género humano no dejará nunca de sorprenderme con su ingenuidad y tontería.
Que yo sepa, tu lugar de destino en la tierra no es algo que se elige: no recuerdo que hubiera grandes aglomeraciones ni tumultos en la ventanilla de 'Para ser español, que es algo muy grande que no se puede expresar con palabras, hay que vivirlo, formularios aquí' antes de que me embarcaran en el útero-cápsula para este mundo.
Podía haber nacido en España como en Malawi, y a lo mejor en ese caso habría sido adoptado por Madonna o por Bruno y mi vida sería entonces un típico ejemplo de blaxploitation.
Lo que quiero decir es que uno nace donde nace sin más intervención que el azar, también conocido en los antros mejicanos como la puritita casualidad y, entre los filósofos, como la contingencia absoluta. Tampoco te lo asigna nadie, un comité de sabios cósmicos o un boleto premiado de la lotería interdimensional. Un bebé español es lo aleatorio hecho carne, no el orgulloso ganador de un premio disputadísimo.
Porque eso daban a entender aquellas pegatinas de los coches que decían: 'Ser español, un orgullo. Madrileño, un título', y yo recuerdo que me preguntaba: vale, sí, pero estos títulos ¿quién los da? ¿La universidad de Miskatonic? Y sobre todo, por qué méritos.
A lo mejor es eso, algo kármico. y debe ser que fui tan bueno en otra vida que me dieron a elegir entre ser una encarnación del lama, un miembro de la familia Von Trapp o español.
Podía haber escogido también catalán porque, después de visitar el Rosellón, me he quedado con la cosa de que me estoy perdiendo algo.
En el antiguo departamento francés de los Pirineos Orientales son aún más catalanes que en Cataluña.
Y sí, esto es posible. Nada como cruzar la frontera por La Junquera para encontrarse con la exaltación de lo catalán como nunca antes habías visto.
Que ellos son catalanes es algo que te dejan claro a cada momento. Te ves de repente expuesto a una sobredosis de catalanidad que hace que senyeras y barretinas te salgan por las orejas. O debe ser que he pillado el ambiente muy susceptible con eso de que Manuel Valls ha reducido departamentos y los ha integrado en una macrorregión con los occitanos y ellos dicen que de occitanos nada, que ellos son catalanes, más catalanes que nadie, más que los mismos catalanes.
Como consecuencia de esto, lo catalán está por todas partes: tiene hasta sección propia de congelados en el súper, lo que de repente hace de lo catalán algo muy exótico, como si tuvieras que elegir entre saltamontes adobados o escorpiones fritos.
Las calles, cómo no, aparecen en doble versión rue/carrer, y se supone que aquí la gent parla catalá, pero es más postureo que otra cosa: en realidad casi nadie lo habla. El catalán, sin embargo, tiene prioridad sobre el castellano en todos los paneles explicativos de sitios turísticos y monumentos.
Tienen hasta su propia mascota: aquí no verás toros de Osborne sino siluetas de burro. O hasta burros vivos, que llevan a manifestaciones catalanistas en el centro mismo de Perpiñán, junto al Castellet, en el que el orador hablaba un catalán muy gago jaleado por un gentío de personas que lucían un total look catalán y desplegaban una senyera enorme, familias enteras de patufets.
Lo más curioso de todo es que este übercatalanismo te produce emociones encontradas: te puede resultar muy empalagoso, hasta repelente, pero también muy familiar. Es una sensación peculiar.
Quiero decir, que estás en Francia pero esa reivindicación de lo catalán, quieras que no, te incluye un poco a ti.
A mí, extrañamente, me hizo sentirme como en casa.