
No hay otro más lujoso en el mundo, en las antípodas del de Nueva York, tan estrictamente funcional, sin otra decoración que pilares de hierro, vigas de hormigón y baldosines blancos.
Frente a esta economía pragmática, típicamente americana, el metro de Moscú ostenta el título oficial de “más bonito del mundo” gracias a su look apabullante.
Se trata de un delirio subterráneo de bronce, mármoles y lámparas de araña con corredores suavemente abovedados que parecen los sótanos del Kremlin o las bodegas del Ermitage.
Inaugurado en 1935, la suya es una arquitectura gloriosa con todos los vicios del realismo socialista, lo que la hace, inevitablemente, pomposa y fatua.
A tu alrededor te lo recuerdan continuamente, en frescos, estatuas, mosaicos y relieves, las figuras de robustos obreros, heroicos soldados y macizas koljosianas, como heraldos de la Nueva Era Socialista.
Pretenciosidad y propaganda aparte, el metro de Moscú también significaba toda una intención política revolucionaria: dignificar un medio de transporte popular hasta hacerlo comparable a la exclusividad chic de un Orient Express.
El comunismo alcanzó aquí su más alta cota de perversión/subversión del sistema capitalista, tan asquerosamente clasista. Y lo hizo poniéndolo al revés, como al Poseidón.
Papá Stalin tuvo un sueño y lo realizó. El metro de Moscú es un monumento al transporte público para que los currantes, camino del trabajo, se sintieran aristócratas.
Stalin quiso homenajear a la masa proletaria que utiliza el metro a diario y lo hizo brindándole unas instalaciones propias de palacio de los zares, igualando por abajo, una vez más, a las élites con el pueblo llano.
Igualar por abajo a la sociedad era la especialidad del comunismo, por más que con el metro de Moscú se tomaran la consigna demasiado en serio.
El resultado: jamás el lujo ha sido tan underground.

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