viernes, 19 de diciembre de 2008

El ataque de los cartones mutantes


Era un día como cualquier otro, a primera hora de la tarde.
¿O era de la noche?
No recuerdo bien. Pero es normal, como dice el médico, si tenemos en cuenta que soy víctima del estrés postraumático; el shock fue demasiado grande.
Yo apenas me acuerdo de nada… O sí, pero de modo muy difuso, borroso, atropellado.


Sé que bajé al pasadizo subterráneo que conecta la calle Alcalá con el metro y el Paseo del Prado. El que hay bajo Cibeles, al lado del Banco de España.
Es un pasadizo que parece más viejo de lo que es porque está muy descuidado; la sensación de decrepitud urbana te sigue a cada paso.
Lo hice para cruzar la calle. Podía haberlo hecho arriba, por el semáforo, pero si hay algo que detesto es el tráfico en superficie.
Además, lo había hecho ya mil veces y sin problemas.
¿Por qué esta vez iba a ser distinto?


Creo que me crucé con alguien más, otra persona. ¿O eran varias?
No sé, tengo la impresión de que el túnel estaba solitario; pero ya he dicho que no puedo fiarme mucho de mi memoria: está traumatizada y, en ese estado alterado, es de lo más creativa.
“Es por la impresión –repite el médico, comprensivo-. Debió de llevarse un buen susto.”


“I tant”, que diría mi amigo Jordi.
¿Me lo llevé?
Y si fue así, ¿puesto o envuelto para regalo?
Disculpad pero no estoy para bromas. Desde luego que me lo llevé. La gente me vio salir corriendo de las escaleras, descompuesto, histérico, dando alaridos.
Según cuentan, pedía socorro como si me fuera la vida en ello (lo que, bastante parcialmente, era verdad), y no dejaba de chillar convulsivamente que me atacaban.
“¿Quiénes?”, preguntó alarmado uno de los que acudió a ayudarme.


Mis ojos desorbitados le miraron. Después, con expresión de espanto, se desviaron hacia la entrada del subterráneo:
“Ellos –balbucí-. Los cartones.”
A mi alrededor todo era estupor. Yo por mi parte sólo era temblores.
“¿Los cartones ha dicho usted, caballero?”, me interrogó alguien con mucha educación y, sobre todo, incredulidad.
“¿Qué banda es esa?”, quiso saber otra persona.
Una señora, indignada, comentó:
“¡Como si no tuviéramos ya bastante con los Ñetas y los Latin Kings!”


Me costó convencerles de que no hablaba de ninguna banda urbana de delincuentes sino de cartones, esos que utilizan los homeless de catre y que entonces, cuando lo atravesé, estaban abandonados en el túnel.
Sus dueños todavía no habían vuelto para ocuparlos y se desparramaban por allí, sobre el suelo o contra la pared, con un aspecto de lo más inocente.


El caso es que, cuando pasé junto a ellos, noté un movimiento raro por el rabillo del ojo; me pareció que uno de ellos se desplazaba.
Luego, a continuación, escuché aquel ruido, un crujido de sonido inconfundible: acartonado.
A este le siguió otro y otro más y, cuando me quise dar cuenta, se me habían echado encima, rodeándome en un torbellino de agresivo papel prensado que me embestía y me golpeaba y me hacía mucho daño.


Eran muy violentos y parecían poseídos por una insaciable sed de mal. En un momento de lucidez en medio de aquella emboscada supe, con total certeza, que aquellos cartones no iban a tener piedad de mí.
Así que eché a correr con todas mis fuerzas, con ellos detrás. Pese a carecer de piernas, parecían impulsados por una energía secreta.
Avancé a duras penas, luchando y resistiendo, zafándome de ellos a base de manotazos y patadas, hasta que alcancé las escaleras y logre escapar.


Una vez fuera, como ya he dicho, nadie parecía creerme. Tampoco me creyeron los del Samur que vinieron a atenderme, ni la dotación de policía municipal que se presentó a reportar el incidente.
Me miraban como si estuviera loco, pero yo no estaba inventando nada. La historia era real: en aquel túnel sucio y degradado me habían atacado unos cartones, esos que sirven a los sintecho para ensamblarse por las noches un apartamento plegable.


Todo este asunto es muy raro.
Lo más curioso de todo es que días después me enteré de que, el mismo día que los cartones cobraron vida y me atacaron en el pasadizo de Cibeles, un extraño y brillante meteorito surcó el cielo de la península, desprendiendo una especie de polvo cósmico.
Científicos de todo el mundo han recogido muestras para investigar su composición química y sus eventuales efectos en nuestra delicada ecoesfera.
Yo no es que pretenda relacionar una cosa con otra, pero ya es mucha coincidencia.

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