jueves, 29 de enero de 2015

Manifiesto III


No podría estar más de acuerdo. Yo también me meo en Duchamp, sin tener que usar su celebérrimo urinario, directamente en un ojo. 
Duchamp es el culpable de todo. Él es responsable de toda esta mierda conceptual que nos invade. Duchamp, señores del jurado, prendió la mecha. 
De aquellos polvos conceptuales nos vienen estos lodos, que ya no hay artista que no se vea obligado a desparramar cien mil cucarachas, o condones usados y cigarrillos, o palés manchados de sangre menstrual, en la sala de exhibición. 
Acompañado, eso sí, de un texto escrito por algún sesudo comisario de arte à la page, que tratan de explicar lo inexplicable con una prosa densa, retorcida y pretenciosa que te deja como Ah, mira, qué profundidad, qué significado, qué doble y triple lectura, qué de niveles a los que actúa, qué todo. Al instante recapacitas y te dices, pero un momento, ¿en serio? ¿O aquí alguien me está tomando el pelo descaradamente? Y te quedas más bien con esta segunda impresión.

Los curators pedantorros tratan de darle sentido a lo que no lo tiene, metiéndole una sobreinflada chicha retórica a lo que, en términos artísticos, es la vacuidad más absoluta. Y se agradece el esfuerzo, aunque deberían dedicar ese talento en otro campo donde poder lucirse más. Como la teología. Total, viene a ser lo mismo: dar una sólida base teórica a lo que no son más que evanescentes pajas mentales y castillos en el aire. 
Que nos han llevado a lo que nos han llevado: las ferias de arte contemporáneo son todas un despropósito con tanta, tantísima bobería conceptual que, las más de las veces, no tiene ni pies ni cabeza. Porque algunas cosas, pocas, pueden hacerte gracia o pensar.

Pero la inmensa mayoría no son más que ejercicios de estúpido onanismo con los que es duro conectar si no eres el artista, que encima hay que ver qué ínfulas se gastan. No falla: cuanto más conceptual el artista, más fatuo e imbécil. E iletrado: alguno ni siquiera sabe quién fue Duchamp. Pero eso sí, juegan y experimentan con lo conceptual porque ahora mismo es lo más, y lo hacen para ocultar una ignorancia supina y unas limitaciones monumentales. Como artistas, me refiero, etiqueta de la que desde hace tiempo se abusa.

Parte de culpa la ha tenido la cultura popular, llamando 'artistas' a las folclóricas y, en el pop inglés, a los músicos en general. Con frases definitivas como aquella de una canción de Bros: 'I suffer for my art with the jogging in the park...' Más la democratización del arte que ha traído la tecnología… 
Y pasa lo que pasa, que hemos convertido lo de ser artista en una tendencia como el fitness o lo orgánico, una frivolidad que vende humo, una nadería bien maquillada, una cosa insustancial que, sin embargo, presume de sustancia. 
Y lo peor de todo, al alcance de cualquiera.

Pero las cosas como son, cualquier filigrana convencional de cualquier artista de segunda del siglo XIX, una acuarela campestre, un retrato de noble dama, tiene más arte que toda una bienal de arte contemporáneo. Ya está bien de tanta pamplina. Perdón, concepto. Lo que hay que recuperar es la técnica, el oficio, el conocimiento, el savoir faire, el sello personal, el toque maestro. En definitiva, lo que hace al arte, arte. 

Y eso son cosas que se aprecian en una pintura, un grabado, una cúpula o una escultura, y no en un tanque de cristal lleno de insectos con vida de ciclo corto de modo que, para cuando cierran la galería o el museo, ya están todos muertos. 
Porque el artista, como puedes leer en la hoja de prensa, lo que quería ‘capturar era el carácter esencialmente efímero de la vida’. ¿Y para eso, o más bien, por tu puñetero ego tienes que sacrificar mil mariposas monarca cada día de exposición? 

Permíteme que te diga, artista conceptual, que eso ya lo hacían infinitamente mejor los artistas del barroco con sus vanitas, esos bodegones siniestros formados de huesos y calaveras. Y lo hacían, imagínate, plantándose ante el lienzo, echándole talento, inspiración, sudor y trazos. Sobre todo, trazos y más trazos. Así, con dos pinceles. 
Que son, precisamente, los que te faltan a ti, nieto bastardo de Duchamp.

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