Terminaron las Olimpiadas de Londres y con ellas, la reivindicación de esa cultura British que tiene sus cosas malas, sin duda, pero que a mí por lo menos me fascina, sobre todo cuando uno es un enamorado de la música pop.
Y yo, que vengo sosteniendo hace tiempo que el Imperio Británico sustituyó el color rosa en los mapas por su hegemonía en las listas de éxitos del mundo, no pude disfrutar más con las ceremonias de apertura y de clausura de los juegos. Pero a lo que iba.
Polémicas aparte con los uniformes oficiales diseñados por Bosco, esa empresa rusa con nombre pijo, que al final no eran tan horrorosos, la verdad, estos han sido los juegos de las mujeres: por fin todas las representaciones han incluido deportistas femeninas en sus representaciones, incluyendo ese bastión del machismo teocrático que es Arabia Saudí, que metió a una judoka gordita que desfiló tapada como una cebolla y con cara de modosita y cohibida, como de no debería estar aquí, qué papelón, de saber que le estaban haciendo un favor.
Y el favor, al menos a España, nos lo han hecho ellas, siendo las que, de largo, nos han aportado más metales al medallero: 11 de 17. Toma ya. Para que luego haya gente que las quiera confinar a la cocina. Hablando de lo cual, yo no sé cómo todavía hay cabestros que afirman –o piensan- que ese es su lugar natural, cuando a la mayoría de las mujeres que yo conozco ese lugar de la casa no es que les entusiasme precisamente.
Mira mi madre, por ejemplo: si España fuera una tierra de mayor actividad sísmica y nos sacudieran los terremotos como, qué sé yo, en Irán y Japón, de una cosa estoy seguro: a mi madre no le pillaría ninguno en esa estancia de la casa que para ella supone un territorio tan exótico como la Antártida o lo más intrincado de la Amazonia.
Cuidado, que no quiero ser injusto con ella: nunca ha sido de platos elaborados ni de pasar tiempo entre fogones porque, indudablemente, tenía muchas y mejores cosas que hacer, pero al menos se preocupaba porque comiéramos sano: a la hora de la cena, siempre nos despachaba con un combinado de ensalada y huevo frito o salchichas; la ensalada, que no faltara, como tampoco podía faltar la fruta de postre o el kéfir, ese hongo blanco infecto que le dio por cultivar una temporada en un recipiente y en el que echaba leche para que fermentara: todos los días debíamos tomarnos un vaso, con gran repugnancia por parte mía y de mis hermanos, a los que nos daba la impresión, cuando mirábamos esa especie de alga blanca que cada día crecía más y más dentro de su tupper, de que nos servía la leche agria recién ordeñada a una criatura alienígena.
En cuanto a platos más elaborados, solo se ponía con ellos en señaladas ocasiones del año, Navidad o por su cumpleaños, y entonces te preparaba un besugo al horno o cualquier otra cosa más sofisticada de chuparse los dedos.
Si no, para meterla en la cocina, la tenías que llevar a rastras, con gran disgusto de mi padre, que regresaba a casa, contemplaba con desolación y tristeza el plato y soltaba enfurruñado el manido discurso de ‘vengo de trabajar todo el día y ni siquiera me encuentro con una cena decente’.
A lo que mi madre, invariablemente, respondía: ‘Pues ya sabes, si quieres otra cosa, te la preparas tú’, con lo que mi padre, frustrado, siempre se ha quitado la espinita gastronómica fuera de casa, en restaurantes mil de los que se convirtió en sibarita y connaisseur.
Mi madre, desde luego, nunca ha canturreado eso de ‘siempre que llegas a casa me pillas en la cocina, embadurnada de harina y con las manos en la masa…’ Definitivamente, sus canciones eran otras; en su día, además, cuando era del puño, la rosa, la hoz y el martillo, más libertarias.
Y lo que a mí de niño me parecía en mi madre el colmo de la modernidad displicente, una especie de desplante emancipador, luego, con los años, me he dado cuenta de que es algo general y no tiene nada que ver con eso: es, simplemente, que a la mayoría de las mujeres la cocina no les va.
En su día, durante siglos, se metían ahí a trajinar porque no les quedaba más remedio: estaban obligadas. Pero, en cuanto han podido, ya que hablamos de disciplinas olímpicas, le han pasado el relevo a los hombres, que lo han recogido encantados, dando rienda suelta a su creatividad y demostrando, en muchos casos, ser más apañados en los menesteres culinarios que ellas.
La mayoría de los hombres que conozco están en la cocina como peces en el agua –salvo yo que, como siempre, soy difícil de filiar-: yo tengo hacia el espacio de la cocina la misma inquina que mi madre: no tengo ni paciencia ni noción del tempo que se necesita para cocer, sofreír o freír nada y tiro con cualquier cosa de envoltorio atractivo que basta que metas en el microondas para solucionarte la gusa; yo sería feliz alimentándome con bandejas de aviones y comida para astronautas.
No obstante, tengo muy claro que soy la excepción que confirma la regla, porque lo cierto y palmario es que la cocina, definitivamente, es cosa de hombres.
Son ellos los auténticos cocinillas: desde que los roles tradicionales han caído o se han cambiado, han descubierto masivamente una vocación que había permanecido latente en ellos durante tiempo inmemorial. Y están encantados.
La inmensa mayoría de los chefs son hombres, tanto en los restaurantes como en los programas de televisión, como hombres son también los que escriben el millón sopotocientos mil de blogs y libros de recetas que hay, con lo que habría que revisar urgentemente este absurdo estereotipo.
Que hay mujeres a las que les gusta cocinar no lo discuto, pero las verdaderas reinas de los fogones son los hombres.
Ellas, mientras tanto, sonriendo desde el podio, triunfadoras, solo se preocupan de una cosa: que dejemos la cocina luego recogida y limpia.
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