sábado, 13 de octubre de 2012
La gran evasión
Esto, qué quieren que les diga, tiene todos los signos de una estampida. General. A lo Jumanji. Esto es una desazón que no cesa, un sinvivir continuo, una incertidumbre que mata y un túnel negro en el que no se termina de ver la luz porque debe de ser como el de San Gotardo.
Ante esta situación, uno tiene dos opciones: adaptarse a vivir bajo esta presión o hacer la maleta y largarse. Y la verdad, como vivir bajo esta presión de fondo de océano estresa mucho, cada vez es más la gente que decide dejar un post-it de despedida en la nevera.
Con lo que el título de esta película del género de catástrofes, y no hablo de Lo imposible ni del coloso en llamas, es Sálvese quien pueda, todo un taquillazo pese a la subida del IVA.
No sabes las colas que se forman: frente a las oficinas de empleo, ante embajadas y consulados y ante los mostradores de facturación. Porque aquí el que no corre, vuela. Vía Barajas o cualquier otro aeropuerto que no sea de esos que han sido clausurados por su escaso tráfico aéreo o de los que jamás han visto un avión.
Yo creo, fíjate, que deberían habilitarlos, porque igual acaban haciendo falta.
Y es que esto es un éxodo de proporciones bíblicas. El ambiente es como de desbandada: el que no está ya en Alemania está en Chile o en Reino Unido o en Argentina.
Y los que nos vamos quedando aquí, más que identificarnos con las ratas que, precavidas ellas, han sido las primeras en abandonar el barco, nos sentimos como los músicos del Titanic, que estuvieron tocando el violín hasta el último minuto. Y francamente, no sé yo si tengo ganas de interpretar sinfonías mientras el barco se hunde.
Cada día me siento más como uno de esos survietnamitas que se agolpaban ante las rejas de la embajada norteamericana en Saigón esperando inútilmente y presa de la desesperación que uno de los últimos helicópteros que despegaban de allí lo evacuara.
El último que apague la luz, que la factura está cada día más cara, a ver si al volver nos vamos a encontrar con un recibo de escándalo. Eso si volvemos. De momento, la consigna es pirarse.
La gente está desquiciada por marcharse de aquí, y no puedes evitar sentirte como un idiota por no sumarte a esta gran evasión.
Es esa sensación de quedarte atrás, abandonado a tu suerte en un entorno apocalíptico, algo similar a lo del Rapto en el que creen los cristianos fundamentalistas.
Es, por poner un ejemplo gráfico, como cuando sales de una cena o de una fiesta en una casa de Torrelodones contando conque alguien te va a llevar a Madrid en coche y descubres que todos los que podían hacerlo se han ido ya.
Te sientes tirado. Jodido. Y con un gusanillo que cada día crece más. Aunque solo sea por seguir la corriente, por tu necesidad desesperada de pertenecer al grupo.
O influido por este estado de sicosis colectiva que es como una epidemia, un virus que ha hecho que, desde que arrancó la crisis, se hayan marchado ya a probar suerte al extranjero casi medio millón de personas.
Y no se van solo los jóvenes sin oportunidades, los profesionales cualificados, los científicos: también hemos perdido, estos tres últimos años, al 50% por ciento de los ricos.
Unos se van porque no les queda más remedio. El dinero, porque es más asustadizo que Scooby Doo. Y como esto es un sobresalto tras otro, se nos va a chorros: 163.000 millones de € han salido de España este último año.
Esto sí que es fuga, y no la de cerebros.
El dinero es lo que tiene, que solo se importa a sí mismo, por mucho que los que lo posean sean muy patriotas. La banderita queda muy bien en la ventana o colgando del espejo del coche, pero supongo que marcando cuentas corrientes en Suiza o las islas Caimán resulta bastante escandalosa. Como que no sé por qué insisten tanto en lo de 'Gibraltar español', si así perderían un paraíso fiscal.
El caso es que tenemos un número creciente de españoles emigrantes, buscándose un futuro por los cuatro costados del mundo y luego, los apátridas: ricos, empresas y capitales.
Pese a tan deprimente panorama, entre cerebros expatriados y fortunas sin patria ni madre ni perro que les ladre, me consuela saber que permanecerá aquí un puñado de personas que conservarán la esencia de España, ahora concentrada en ellos como en una megapearl: curas, toreros y el ministro Wert.
Uno, de una forma retorcida y extraña, se siente hasta aliviado.
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