De un tiempo a esta parte, no hago más que preguntarme si actualmente se podría grabar un tema como el de los Clash sin que una marabunta de musulmanes desquiciados se liara a quemar banderas y embajadas occidentales en todo el mundo.
Menear la casbah hoy día es menear un avispero.
Lo mismo podría decirse, por otra parte, de una película como 'La vida de Brian': yo creo que ni se habría empezado a rodar, hartos los de la productora de haber tenido a los 30.000 fanáticos de HazteOír petándoles el correo con spam masivo, táctica cojonera en la que son especialistas.
Está el panorama que da miedo, y cada día asusta más. Y es un escenario que ningún prospectivista o gurú supo prever en su día.
A mí me dicen hace escasamente 20 años que iba a conocer este repunte salvaje del integrismo religioso en el mundo y me río en las barbas de todos los profetas.
Es que ni se me hubiera pasado por la cabeza.
La religión parecía ya un fenómeno secundario, residual, cuando no definitivamente superado gracias a ese siglo XX que nos trajo dos guerras mundiales y la bomba atómica, vale, pero que también nos hizo laicos.
Hablo, por supuesto, de la sociedad occidental.
Porque ahora no parecemos darnos cuenta de las implicaciones que tuvo que la religión perdiera influencia: la medicina y la ciencia se desarrollaron como nunca antes en siglos de historia, el estatus de la mujer comenzó a ganar dignidad y mejorar, la libertad de expresión se consolidó, los derechos civiles avanzaron...
Pero debe ser que toda acción tiene su reacción, y ahora toca marea alta de cardenales tétricos y mulás barbudos, todos ellos con más odio en el corazón que otra cosa.
Porque odio y nada más que odio -ciego, visceral, inhumano- fue el que movió a un mulá pakistaní a acusar falsamente a una niña cristiana deficiente mental de quemar un Corán.
Jamás podré entender que un dios como Alá, grande y misericordioso, tenga unos representantes tan ínfimos y mezquinos. Tan miserables.
El verá lo que hace, pero desde luego la marca Alá queda por los suelos.
Continuamente, además, y siempre muy a lo bestia. Yo, de ser Alá, me iría buscando un nuevo equipo de relaciones públicas y, a ser posible, con la cara limpia de pelos. Si en el nombre de una religión se acribilla a balazos a una pobre muchacha que lo único que quiere es educación, esa religión está de más en un mundo civilizado.
La alta tecnología y estos cultos de otro tiempo, primitivos y asilvestrados, son incompatibles.O quizás empastan bien, y por eso tantas películas de ciencia-ficción -la más notoria, Star Wars- trascurren en escenarios que mezclan ropajes y mitologías medievales con sables láser, hologramas y naves espaciales.
Me da que George Lucas fue un visionario y solo pintaba el futuro que estaba por venir: una especie de edad media hi-tech.
Cabe una esperanza: que en ese futuro que viene la Inquisición se conforme con quemar brujas y herejes mediante una aplicación para móvil y no de verdad.
A las religiones cristianas, por ahora, se las puede criticar desde dentro y renegar de ellas si te apetece.
Esto en la religión musulmana es imposible: salirse de ella es salirse del sistema. Uno abraza la religión de sus mayores sí o sí, por una inercia fatal que no tiene escapatoria.
La libertad de conciencia ni se contempla. Sencillamente, no la entienden: ser musulmán forma parte de tu identidad, de tu ADN.
Hasta el punto de que, para aquellos que abandonan la religión, el Islam dicta pena de muerte.
Puede que tengas suerte y te libres de ella, pero no del ostracismo absoluto al que te condenarán, empezando por tu familia y amigos. Te conviertes en un auténtico paria social, un muerto viviente.
Tampoco me puedo olvidar de heroínas como Wafa Sultan o Sarah Haider.
Tenemos que apoyarlos, darles cancha: compartir sus vídeos, invitarlos a conferencias, entrevistarlos en la tele. Que se les escuche, que se les oiga.
Sobre todo los suyos.
Porque hay que procurar que esa sana brecha que se ha abierto en el Islam se ensanche más y más.
Porque hay que menear la casbah.
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