Y son algo tan nuestro como esa tapita de jamón ibérico o ese pincho de tortilla que sirven en sus barras junto a una caña bien tirada o un chato de vino peleón -nada de copas finas con caldo pijo a 3 euros- mientras en la tele de la pared, por lo general, se emite un partido de furbo.
Ya va siendo hora de reivindicarlos. Hasta ahora conocíamos el discobar -aquí llamado 'paf', que sonaba a spray matabichos- y el gastrobar, que fue lo que empezó toda esta moda pretenciosa de trasformar las viejas tabernas en emporios de tapa creativa y decoración exquisita que, si acaso recurre a motivos locales, lo hace con mucha ironía.
Uno, la verdad, ante tanto pastiche, tanto sushibar, tanto wunderbar, tanto photocall y tanto decorado prefiere lo prístino, lo original.
Si la Marca España fuera una bata de cola, los volantes que arrastraría por el suelo son estos. Pero oye, tienen su encanto. Y no es que sean una de nuestras señas de identidad, es que las exhiben todas.
Ríete tú de ese parque temático dedicado a España que hay en Japón.
Arriba, en el rincón, la típica foto del pueblo donde está el bar o del que proceden los dueños. También es corriente (abajo) encontrarse con una reproducción de la ermita a la que acude todo el pueblo en romería. Estos son bares de raíces profundas.
En estos folklobares no puede faltar la iconografía más racial, pinturera y española: pósters de corridas de toros, cabezas de toro, banderillas cruzadas, patas de jamón, platos de cerámica, imágenes de la Virgen patrona del pueblo, imágenes de unas cuantas Vírgenes más de las que también es devoto el dueño, estampas religiosas en general, banderas de Espannnnnia, alguna claramente preconstitucional, mucho azulejo -que pueden decorar un zócalo a lo andalú o bien llevar un texto tipo 'aquí no se fía' o un refrán aberrantemente machista sobre las mujeres o la suegra-, cacharrería de cobre, burritos de rafia souvenir de Mijas, láminas con escenas folclóricas, calendarios de la cofradía a la que el dueño pertenece con un Cristo nazareno, muñequitos de legionarios y flamencas...
La Virgen de las Cubas, posando para ¡Hola! en la bodega de su casa.
Imagen de la antes conocida como Virgen de la Esperanza o de la Kriptonita Verde y que ahora, tras un acuerdo publicitario y de patrocinio con una famosa marca de refrescos, ha pasado a llamarse Nuestra Señora de la Chispa de la Vida.
El Santo Cristo del Jamón de Pata Negra, a quien se le atribuye el milagro de multiplicar las raciones de tan preciado manjar en la boda de Pitita Ridruejo.
Todo ello dispuesto por el local con generosidad y sin aparente orden ni concierto, con un criterio expositivo capaz de poner a prueba al curator más desprejuiciado.
Estos folklobares son en el fondo santuarios de ese horror vacui tan característico del kitsch español, todo bien abigarrado, amontonado y juntito -el minimalismo jamás rozó estas orillas-.
El personal de estos castizos establecimientos, además, suele constituir reservas genéticas con patas de auténtico linaje hispano, entre lo noble y lo ceporro. En una palabra, son muy brutos pero muy buena gente y te atienden de forma brusca pero eficiente.
Y es curioso, es en estos bares donde uno comprueba la íntima relación que existe entre el nacional-catolicismo y nuestra gastronomía tradicional, y así nos encontramos al Santo Cristo del Jamón de Pata Negra a o la Virgen de las Cubas, que son como la perfecta fusión entre religión y tapeo y a lo mejor es por eso que si uno repite jamón todo el rato lo que en realidad te parece escuchar es monja.
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