El apóstol del marxismo sigue siendo una figura demasiado controvertida como para acercarse a ella sin prejuicios; inspiradora para muchos, que lo siguen teniendo como tótem irrenunciable, y harto antipática para otra importante porción de la humanidad, un anticlub de fans del que, muy probablemente, doña Esperanza Aguirre sea miembra de plena derecha.
Yo tuve el placer de conocer al señor Marx íntimamente aquella tarde de domingo en La Habana en que lo tuve sentado a dos palmos de mí, en el Teatro Raquel Revuelta de Línea.
Me refiero a Marx en el Soho, esa obra escrita por Howard Zinn más en calidad de médium que de dramaturgo (y que puedes ver entera en youtube, en inglés subtitulado, o un extracto más verosímil con Marx hablando en inglés con acento alemán).
Una obra en la que el mismo Carlos Marx se confiesa como uno de los pensadores más incomprendidos y distorsionados de la historia, algo de lo que se queja amargamente.
En un alarde de sinceridad no solo reniega de la etiqueta de marxista, también te reconoce que no escribió El Capital -esa obra cumbre suya que no hay ser humano que se lea- para que luego derivara en un sistema político autoritario e invasivo, con su Comité Central, su ortodoxia intransigente y un partido único obsesionado por controlar y dirigir la vida de los ciudadanos.
El, te aclara, predicó la dictadura del proletariado como paso previo a la desaparición del Estado que, al fin y al cabo, es lo que persiguen los neoliberales, será por eso de que los extremeños se tocan.
Y entonces llega uno de los momentos más intensos de la obra, cuando reivindica emocionado la comuna de París, que tilda de capítulo magnífico en la historia de la humanidad por lo que significó de verdadera democracia y de auténtica dictadura del proletariado: fue la primera vez en que se legisló dando prioridad a los pobres antes que a los ricos.
En ningún momento de la historia las mujeres fueron tan revolucionarias: fundaron periódicos, formaron comités y clubes, fueron en general de las más activas debatiendo, tomando iniciativas y combatiendo como leonas en las barricadas, no necesariamente junto a sus hombres, ni falta que les hacía: peleaban a brazo partido por ellas mismas, por su propia supervivencia como seres libres, dueñas al fin de su propio destino.
La ilusión duró poco y acabó en un baño de sangre, todo muy horrible, así que mejor vamos con la analogía.
Fue el día que pisé por primera vez la Plaza de la Revolución, esa explanada inmensa que ha sido escenario de concentraciones masivas de apoyo a Fidel y que celebró la última este primero de mayo pasado con Nicolás Maduro de guest star.
Allí, precisamente allí, fue donde me di cuenta de que comunismo y cristianismo tienen mucho que ver. Son, hablando de sororidad, casi hermanas.
La plaza de la Revolución es una vasta playa de asfalto marcada por dos lugares ineludibles para el turista. Uno es el monumento a José Martí, el padre intelectual de la patria cubana, un faro descomunal, un enorme pebetero de piedra al que solo le falta la llama.
El otro es el más fotogénico, el souvenir gráfico de la Revolución cubana que no hay turista que no registre con su celular o cámara. Hablo del edificio en cuya fachada está la escultura-plantilla del Che con esa frase suya de idealismo incondicional: 'Hasta la victoria siempre'.
Un icono pop que es postal de La Habana y que reconocemos todos, hasta el más zote. Pero no es el único: en el edificio de al lado, el ministerio de comunicaciones, hay otra efigie enorme y menos familiar, al menos para el visitante.
Al verla me despistó. No supe reconocerla. O sí, pero de forma equivocada: uno no sabe, con esa barba y con lo que parece un halo, si es San Pedro o Carlos Marx santificado el que sonríe y dice ufano eso de ‘Vas bien, Fidel’. Es lo que tiene haber mamado (en el buen sentido) la iconografía católica.
Pero no, ni era un San Pedro marxista ni Carlos Marx elevado a los altares sino otro héroe de la Revolución, Camilo Cienfuegos, como me aclaró, riéndose, un cubano en la misma plaza.
Lo que yo había tomado por un halo de santidad no era sino el ala ancha de ese sombrero que no se quitó en la vida y que convirtió en su seña de identidad.
Ahí fue cuando pensé en lo mucho que coincide la imaginería comunista con la cristiana, hasta el punto de confundirte o confundirlas. Entonces sigues pensando, runrún, y empiezas a encontrar la lógica, porque de repente descubres que tienen muchos puntos en común. Tanto comunismo como cristianismo tienen su Santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo frente a Marx, Engels y Lenin) y el Manifiesto Comunista no es sino el sermón de la montaña hecho activismo político.
Los dos, además, prometen liberación al explotado y al pobre y les seducen con la idea de un mundo mejor. Con la única diferencia de que ese mundo es espiritual en el caso del cristianismo, un reino de los cielos, y en el del comunismo, un paraíso terrenal.
Una relación demasiado estrecha que me confirmó la lectura, también en Cuba, de Yo, Publio, las interesantes memorias del pintor Raúl Martínez, pionero del pop art en la isla con esos retratos de José Martí en colores vibrantes.
Casi al final del libro, Raúl habla de una visita a la URSS en 1988, justo antes del derrumbe del muro, y de lo tristes que son los hoteles de Moscú, de la mala comida, de que en las tiendas no hay nada; muy deprimente todo.
Y dice: ‘Es triste el socialismo, que tiene la tecnología para el cosmos y no para los que están en la tierra. El hombre aspira a vivir en la tierra, no en un futuro paraíso. ¿No recuerda nuestro socialismo al cristianismo, que nos exigía sacrificios y penas por un mundo mejor en el futuro? La ideología se alimenta cuando uno está realizado y con la barriga llena. Si no es así, es el descontento.'
Amén. Ya lo decía Lenin: el hombre piensa como vive. Una verdad tan eterna como su cadáver. Entonces te acuerdas de la vida tan mísera y apaleá que llevó Marx y te explicas esa empatía hacia los desheredados, la promesa de redención, ese arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan. Y te preguntas si, de haber vivido en un palacio o en un lujoso penthouse en vez de en un sórdido piso de Londres, su visión de la vida y su legado no habrían sido muy distintos.
Un pensamiento loco, una utopía, como utopía es al fin y al cabo el comunismo, pero quién sabe, a lo mejor hoy sus herederos, en vez de predicar la revolución agitando banderas rojas, no estarían en Ibiza, pinchando en fiestas superexclusivas y haciéndose fotos junto a Paris Hilton.
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