La derecha de este país es siempre muy predecible cuando pierde las
elecciones. Llevan reaccionando igual desde los años 1930; no han cambiado gran
cosa. Por algo son conservadores.
No deja de ser un consuelo, en un mundo tan
inestable como este, que al menos entre esta gente las tradiciones permanezcan
inmutables.
Como la de negar toda legitimidad a los resultados electorales cuando favorecen a la izquierda; son capaces para ello de inventar las cosas más disparatadas. Es una vieja tradición, ya digo, porque,
al parecer, la democracia solo está bien si la ganan ellos; lo contrario es una
provocación.
Es lo que pasa cuando la chusma olvida dónde está su sitio natural. La izquierda no está legitimada para detentar el poder simplemente porque no le corresponde. El poder en sus manos es expropiación.
Así se agarran luego esos berrinches. Espectacular el de la Aguirre, un poco sobreactuado para mi gusto. Ella, que se creía imbatible, ha tenido que soportar el anda y que te ondulen de muchos votantes. Pero qué ingratos y qué desleales, cómo está el servicio, pensaría. Y en un acto público de despecho sin precedentes, torre de soberbia herida por el rayo del plebiscito popular, vaticinó el hundimiento de la democracia occidental a manos de Podemos.
Lo que no puede ser es tan posesiva, tan egoísta. Que otra candidata le pueda quitar el sillón de la alcaldía no es como cuando los colonos blancos usurpaban la tierra sagrada de los indios, por mucho que ella lo sienta así. Las urnas tienen estas cosas; es la dinámica natural de la democracia. Es como las listas de éxito: lo mismo eres número uno que estás abajo del todo.
La gente en Madrid, sencillamente, tenía ganas de cambio, después de 25 años de gobierno del PP en el ayuntamiento. Por pura higiene democrática. Además, cuando el ambiente está ya muy viciado, es lo más conveniente.
A las personas de derechas, sin embargo, parece preocuparles más la higiene corporal del adversario. En esto sí que son escrupulosos. Y es como una obsesión. Sobre todo con el pelo. A veces da la impresión de que, para ellos, es lo único que importa.
En este sentido, si hubo una mártir de sus propios
pelos, fue la ministra socialista Leire Pajín.
Voy a reducir a dos el millón de
improperios que oí entonces: ¡Que se lave ese pelo! ¡So guarra! Era la forma
preferida de desacreditar su gestión.
Yo me fijaba y me fijaba en la Leire porque
claro, si daban tanto la chapa con eso es que esta mujer lo llevaba apelmazado
de mierda, y tampoco era así. Menuda exageración.
Si por algo se podía criticar
el pelo de la Pajín era porque, en comparación con el de Rosa Díez, María Teresa Fernández de la Vega o Pilar Rahola, resultaba muy aburrido.
Pero es que ser rojo, por lo visto, es incompatible con el uso de gel y champú. Como que hay una ley cósmica y no puede ser. Los rojos son sucios. Y deformes, y feos.
Parece que es genético o algo, ya estuvo experimentando el insigne doctor Vallejo Nájera aunque sin llegar a resultados concretos.
Son inframundo, infragente. No saben lo que es el decoro. Ni la limpieza. Por eso a los del 15M los etiquetaron enseguida de perroflautas a los que les olía demasiado el sobaco.
‘Esa gente, los de la Puerta del Sol, lo que necesitan es una ducha’, decían en sus programas, entre grandes risotadas autocomplacientes. Y entrevistaban a la momia de Arturo Fernández, que entre chatina y chatina contaba que se había pasado por Sol y que allí lo que había visto era gente muy fea.
Eso, eso: feos al paredón. Por eso fusilaron a tantos. Desde luego, nada como oler a Loewe. O a Álvarez Gómez. Pero todo eso es muy superficial. La higiene que la gente demanda ahora no es la corporal, sino la de unas instituciones tomadas al asalto por gente muy sucia por mucho que huelan y vistan bien.
Si hasta han cambiado entre nosotros el estereotipo de delincuente. Ya no es la imagen de un yonki desesperado con chándal mugriento sino la de un caballero elegante, con gomina, chaqueta y corbata.Más el toque definitivo, tan de bandolero español, de la patilla de hacha.
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