El aeropuerto de Barajas, engalanado para recibir a Himmler.
Sinceramente,
no puede ser que en este país no se pueda hablar con normalidad de ciertas
cosas. No es de recibo, por más que a muchos les parezca que sí, que haya un
periodo de nuestra historia sobre el que haya que pasar siempre de puntillas,
procurando no hacer ruido, sin molestar. Cuestión de estrategias ante un pasado
molesto: los avestruces esconden la cabeza bajo el ala, nosotros lo barremos
bajo la alfombra.
Himmler en Las Ventas, disfrutando de una tarde de toros en su honor.
Y esto no es
para nada sano. Los esqueletos en el armario solo se pueden ocultar durante un
tiempo: tarde o temprano hay que sacarlos a ventilar. Es como el grano que se
infla de pus pero no revienta, una especie de podredumbre interna que prefiere
dejarse pudrir más y más hasta hacer el ambiente irrespirable y la visión,
borrosa.
Y el pasado hay que exponerlo al foco, a la claridad. Aunque al
principio nos escueza, el efecto es terapéutico: si se anima a las personas a
soltar la mierda que guardan dentro, no sé por qué con un país va a ser distinto.
Nadie dijo que el proceso no fuera doloroso, pero se siente un enorme alivio,
liberados colectivamente al fin de una carga muy pesada.
Himmler desfilando por Gran Vía.
No se pueden mantener
zonas de sombra en nuestro pasado. Hay que derramar luz sobre todos sus
rincones; bastante oscura es esa época ya para hacerla más oscura. Lo habitual en este asunto, sin embargo, es correr un tupido velo. Y si te atreves a descorrerlo para que entre
aire y sobre todo luz aun a costa de descubrir mucho polvo y telarañas, siempre
te vienen con los mismos reproches: ‘Qué falta hacía hablar de eso’.
La misma que
hace que Mary Beard nos cuente cómo vivían los romanos. Es curiosidad histórica,
es conocer nuestro pasado, a veces sin más intención que esa. Pero aquí hay
ciertos callos sensibles que más vale no pisar.
Así las cosas, fui consciente
de que mi libro sobre la arquitectura franquista de posguerra, la que se
construyó principalmente en Madrid y toda España en la década de 1940, iba a
ser para muchos una provocación. Y más cuando me atrevo a
tildarla de ‘arquitectura fascista a la española’.
Escolta de guardia mora y esvásticas al paso por Madrid del jerarca nazi que diseñó la solución final para los judíos de Europa.
Por supuesto, ante mi osadía de llamar a las cosas por
su nombre, ya sabía de antemano que muchas personas me iban a arrugar el hocico
como si estuvieran oliendo bosta fresca. Y que otras se iban a acercar al libro
con una gran prevención. Contaba con ello. Era el precio a pagar y lo tenía
asumido. Pero no me ha hecho cambiar mi opinión. Es más, me reafirmo: la
arquitectura franquista de posguerra era una arquitectura fascista a la
española, y datos como el que voy a dar ahora -y que no mucha gente conoce- no
hacen más que darme la razón.
Entre mayo y octubre del año 1942 se celebró en Madrid una Exposición de Arquitectura Contemporánea Hispano-Alemana,
inaugurada por el mismo Franco en el Palacio de Cristal del Retiro.
Comisariada
por Albert Speer, el arquitecto de Hitler, y patrocinada por Pedro Muguruza
(autor del Valle de los Caídos y falangista acérrimo), la exposición fue todo
un éxito, sobre todo político.
Sobre ella
se dijeron entonces muchas lindezas rimbombantes, como que la monumental
grandiosidad nacionalsocialista significaba ‘ensanchar las perspectivas del
hombre, ensanchar las perspectivas del mundo…’ A los que la visitaron y
comentaron, la nueva arquitectura germana les pareció ‘la fiel traducción del
espíritu del Tercer Reich’.
Alguien también escribió: ‘Las nuevas arquitecturas
de España y de Alemania son paralelas al pensamiento político. El nuevo estilo
de las construcciones en España es consecuencia lógica de una voluntad y un
pensamiento colectivo. En el planteamiento y solución de estos problemas existe
una clara coincidencia entre los dos países’.
O viva la
amistad de los pueblos español y alemán, enlazados entonces por una parecida
unidad de destino en lo universal. Mientras la muerte de 7 000 españoles
empezaba a consumarse en el campo de Mauthausen, la España oficial de entonces
vivía deslumbrada con el poderío invencible de Alemania, para la que los
primeros años de la 2ªGM estaban siendo un triunfante paseo militar.
Los
generales africanistas españoles miraban a sus colegas alemanes con una envidia
y una admiración que eran incapaces de disimular, por más que muchos de ellos
fueran unos ceporros a los que las tácticas de la guerra moderna les parecían
jeroglíficos de Ocón de Oro.
Pero no solo los militares miraban sin disimulo a
la Alemania nazi. También lo hacían los arquitectos españoles afectos al
régimen, buscando inspiración para la nueva ‘arquitectura nacional’ que se
pretendía construir aquí. Su objetivo: imitar la grandilocuente arquitectura
alemana dentro de unas claves de estilo más españolas y enraizadas en nuestra ‘gloriosa
tradición’.
Por eso, con
motivo de la citada exposición, lo que aquí se esperaba era que, en un futuro próximo, ‘junto a
nombres de arquitectos alemanes como Troots, Ruff y Speer, o de arquitectos
italianos como Enrico del Debbio, el constructor del Foro Itálico, o Marcello Placentini, constructor del Estadio Urbis en la Roma de Mussolini, vivirán nombres
de arquitectos españoles.’
Seguro que Pedro Muguruza soñaba con formar parte de ese nuevo Olimpo. La exposición, por
cierto, se trasladó luego a Barcelona, donde al parecer, y según se cuenta aquí, provocó el mismo entusiasmo.
Así que
denominar a la arquitectura franquista de posguerra como ‘arquitectura fascista
a la española’ ni es exagerado ni está fuera de lugar, sobre todo cuando los
hechos históricos lo vuelven a corroborar tan tercamente.
Bibliografía:
‘El Valle de los Caídos: los secretos de la cripta franquista’ de Daniel Sueiro
(Sedmay, 1977-Argos Vergara, 1983).
No hay comentarios:
Publicar un comentario