jueves, 27 de abril de 2023

El pueblo

Suena a spaguetti-western y, directamente, a una serie de Amazon Prime, pero no: así llamábamos a las casitas que mi abuelo materno (a.k.a. Manuel Font Aumente) había hecho para mí, con todo lujo de detalles. "Tráete el pueblo", me decían en el parque mis amix, como dicen en México



El pueblo era una señora ciudad que tenía de todo, todo tipo de dotaciones y establecimientos, hasta un rascacielos, una fuente y farolas. Ya digo que, menos metro, tenía de todo. La pena es que no lo conservo entero, solo edificios y piezas sueltas, pero en su día era digno de ver. Era (un trabajo) impresionante. Y que iba creciendo.






Y había salido de la imaginación de mi abuelo, que era un portento, especialmente con las manos. Todo lo contrario que yo, que era bastante torpe. Manazas vs. Manitas, el partido del siglo. Supongo que para compensar.  En general, lo creativo que soy me viene de mi abuelo, que además de superculto era muy mañoso; siempre estaba haciendo algo, y cuando digo algo, digo virguerías espectaculares: cajas pintadas, pasos de Semana Santa de alambre, un barco que le dedicó a mi hermana con todas sus velas y todas sus jarcias, de un tamaño respetable, una Puerta de Alcalá con palillos de dientes, coches de hojalata... Uuuuf, cientos y cientos de cosas. 

Cuántas veces no me salvó la asignatura de pretecnología presentando uno de sus trabajos porque yo era negado total. Mis trabajos eran chapuceros y de lo más patético hasta que, mágicamente, él me salvaba el culo con su segueta y su soldador.


Menos mal que estaba él. Y yo pensaba: "Si no existiera mi abuelo, habría que inventarlo". Y eso que era perdidamente facho, un militar más franquista que Franco que se alistó en la guerra de 1936 voluntario como alférez provisional (y estaba casado con una resignada maestra republicana, pero enamorada de él hasta las trancas, y no me extraña, porque mi abuelo de joven tenía muy buena planta. Ella fue la que me educó, por cierto, mientras que mi otro abuelo, el paterno, todo un aristócrata de Tetuán, había alcanzado el grado de teniente en el Ejército Popular de la República, en eso tan español de que haya gente de distinto signo político en la misma familia, a veces en extremos opuestos, y que las Nochebuenas, consecuentemente, sean un drama y un guirigay). 


Pero a lo nuestro. A este conjunto sofisticado de casitas lo llamábamos "el pueblo" pero tenía nombre oficial (que nadie usaba, por cierto): Villapanda, como demuestra la puerta-arco que daba la bienvenida a la ciudad (y que es de las pocas cosas que conservo). 

Así la bautizó el fenómeno de mi abuelo a lo que iba construyendo... Todo hay que decirlo, era un nombre horrible; ahí no estuvo muy acertado. Luego yo tenía las típicas piezas de construcción de madera, las de Lego y las de Exin Castillos, pero no las hacía mucho caso. Normal. Villapanda acaparaba toda mi atención. 


Mi abuelo materno, posando orgulloso con su flamante uniforme de alférez provisional. De joven era un muñeco.

No era para menos. Era una auténtica virguería, todo un alarde. Estaba fascinado, y no me molestaba en disimular. Yo creo que de ahí me viene mi pasión por la arquitectura, mi secreta vocación, y de que mucha gente esté convencida de que soy arquitecto. 

Hasta en TVE: la única vez que salí en La aventura del saber fue por mi libro Madrid Art Decó, editado por La Librería (que era un tema bastante neutral porque lo siguiente -la app sobre La batalla de Madrid, el libro sobre arquitectura franquista...- ya les parecía muy sectario, qué se le va a hacer). Pues bien, eso pusieron en el cintillo bajo las imágenes: arquitecto. Encima, para colmo, hay uno con mi mismo nombre que sí lo es y nos confunden y es mucho lío. Hay que desambiguarnos cuanto antes, pero por parte de Wikipedia no hay ninguna intención, me temo.

En fin.

Mi abuelo, por cierto, fue un pionero del reciclaje: reutilizaba muchos materiales para fabricar sus cositas. Esta caja de contrachapado de madera reciclada en casita es un buen ejemplo.

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