miércoles, 18 de febrero de 2009

Arquitectura & Caza


Esta entrada viene a cuento del revuelo que se ha formado con la excursión cinegética del ministro Bermejo, que él mismo ha tildado de innecesaria, inoportuna y antiestética.
Hombre, lo de “antiestética” es un aspecto con el que se podría discrepar, como puede verse en la fachada de esta casa madrileña, en la calle Alcalá Galiano 21. Es el muestrario exhibicionista de una espléndida serie de trofeos de caza que ocupa varios pisos y que recuerda el esplendor de un patio cordobés en mayo pero con cuernos.


Así que siento no coincidir con el señor Bermejo, pero a la vista está que las excursiones de caza, al menos sus consecuencias, pueden resultar de lo más decorativas. Otra cosa es que sea una actividad innecesaria, y en esto sí estoy del todo de acuerdo con el exministro. Al menos, de una necesidad discutible.
Porque ya se sabe lo que se dice, que el hombre es el único animal que mata a otros por divertimento, y lo hace con ventaja, ya que lo hace con armas, lo que le convierte en el mayor depredador y el más sofisticado.


Aquí no se habla de matar bichos, actividad a veces de lo más conveniente cuando tu cocina ha sido invadida por una plaga de hormigas. De todas las especies animales, los insectos quizá sean los más prescindibles del mundo. Los hay a billones, suelen hacer más daño que bien y en general nos dan bastante asco.

Otro asunto bien distinto es matar animales de más porte. Y aquí entran en escena, después de la Orquesta Maravilla y sus éxitos, los escrúpulos morales.
Yo jamás podría ser cazador. De caza mayor, me refiero. Porque unos faisanes, en un momento dado, no te digo que no, pero si tuviera que matar un animal más imponente, como un venado, un oso o un jabalí, no sé si sería luego capaz de dormir tranquilo el resto de mi vida.



Hay que tener, desde luego, muchos litros de sangre fría para ser capaz de abatir un enorme ser vivo sin que te pique la conciencia. Yo al menos, después de matar un ciervo, me sentiría desconsolado y terriblemente culpable, casi como si hubiera asesinado a la madre de Bambi.
Así pues, que a esto lo llamen deporte es algo que no entiendo. Puestos a practicar uno, mejor que se centren en el golf y en el pádel, actividades igual de intensas y saludables pero que no requieren derramar sangre.


Y aquí me meto de lleno en una de las graves contradicciones de nuestra sociedad: cuando salta la noticia de alguien que ha apaleado salvajemente a su perro, o a su caballo, mucha gente clama porque se cree de una vez una ley contra el maltrato animal y se les castigue severamente, pero yo, la verdad, no encuentro la diferencia entre torturar a tu can y matar a un oso que, para más inri, te lo colocan delante y además borracho, para que no pueda reaccionar de ningún modo ni defenderse, lo que me parece regodearse en la vileza.

Con lo cual, ¿esta ley de maltrato animal sería aplicable a su majestad católica de España, o para librarse podría seguir tirando de créditos por su papel estelar la noche del 23-F?
Es simplemente una pregunta impertinente que me hago...


Todavía me acuerdo de una conversación que escuché en el penúltimo gimnasio al que fui (porque en esta vida actual tan móvil, el nomadeo por casas, ciudades, trabajos, países y gimnasios forma parte de la dinámica).

La mantenía un ejecutivo pijo, con el pelo a lo Güemes, con un par de amigos. Pretendía epatarles con su estilo de vida elitista, que incluía cacerías por todo el mundo en las que pagaba tanto por pieza, según fuera el animal y su tamaño. E iba desgranando las tarifas en un tono lo suficientemente alto como para que lo oyera, además de sus encandilados amigos, todo el gimnasio: “Tantos euros por venado, tantos por antílope…”

A mí aquello me pareció un alarde obsceno con un punto, además, de mente enferma. Yo a alguien que disfruta matando lo mandaría directamente al siquiatra. En mi humilde opinión, algo no le funciona del todo bien en la cabeza. Y desde luego, no me gustaría tenerlos por vecinos, y menos cuando guardan en casa una escopeta de caza. Son bombas de relojería potenciales.


Prevenciones aparte, la actitud de ese pijo fanfarrón me pareció absolutamente inmoral; me dieron ganas de vomitar en el vestuario. Siempre he pensado que la gente tiene un concepto de la moralidad bastante excéntrico. Hay personas que se escandalizan cuando ven el pezón de una teta en la tele, o se incomodan al ver a una mujer dando el pecho a su bebé en un sitio público. Y que ponen el grito en el cielo porque existe una ley que permite que dos personas homosexuales, hombres o mujeres, se casen. “Es inmoral”, te dicen, demostrando tener una idea de la moralidad extrañamente selectiva y que, en mi opinión, se pierde en los más tontos detalles.

Lo importante sería protestar porque los políticos del partido al que se vota sean un hatajo de sinvergüenzas y corruptos, conectados todos ellos en una red de favores, chanchullos, comisiones, sobornos y nepotismo y que han confundido el concepto de “servicio público” con el de lucrarse entre ellos y cuatro amiguetes.
Pero este forrarse indecentemente, y más cuando se detenta un cargo público, no parece que en el fondo lo cuestione nadie, por muchos titulares que acapare. Es más, nos lo tomamos ya como algo natural y de lo que nos aprovecharíamos también de tener la oportunidad.

Después se dirá que los chavales de ahora carecen de valores cuando nadie, absolutamente nadie, les da ejemplo de moralidad. Y los que menos, los que más deberían darlo.
Visto el deprimente panorama, no sólo es bochornoso reconocer que tenemos los gobernantes que nos merecemos, es que además merecemos, puesto que hablamos de caza, no ya ser sus víctimas sino sus presas.