Enterramiento de Ante Pavelic en el cementerio de San Isidro. Allí se conoce como 'la tumba del croata' y casi prefieren no hablar de ella. Lógico: Pavelic fue líder de la sanguinaria Ustacha y Caudillo (Poglavnik) del estado aliado de los nazis que fundó en Croacia y que causó uno de los genocidios más terribles y menos conocidos de la 2ªGM. De corte clerical-fascista, el régimen ustacha fue el más parecido a nuestro franquismo nacional-católico. Convendría estudiar los paralelismos.
Mausoleo familiar donde yacen los restos del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, en el cementerio de El Pardo.
De la lápida que centra el monumento se borró toda mención honorífica, a petición de la embajada alemana.
Hoy solo pueden leerse las siete placas con los nombres individuales.
Su congoja a la hora de comunicar al país la muerte del dictador forma ya parte de la historia de nuestra televisión y se ha consagrado también como uno de nuestros memes más populares, en su versión original o manipulado. Carlos Arias Navarro fue presidente del gobierno tras la muerte de Carrero Blanco en atentado y, de haber sido por él, España seguiría en blanco y negro.
Conjunto de capilla con cripta que componen el panteón de la familia Franco. Ahí está enterrada su mujer, Carmen Polo, desde 1988 y ahí se enterrará a su hija, Carmen Franco. Solo falta él.
Debe ser una de las palabras que más oímos y utilizamos estos días. El mundo se ha convertido en una madriguera de haters. La netiquette en las RR SS, si es que alguna vez la hubo, ha saltado por los aires. Odio es la palabra de moda. Ahora, gracias a Internet, la gente odia más intensamente que nunca. Odian como si no hubiera un mañana. Quizá es que no lo hay y los haters sean todos visionarios... Por más que les mueva un odio ciego. Pero es cierto. El odio es una plaga. Está por todos lados. Aunque, por otra parte, qué sería ya de la vida 2.0 sin haters. Tampoco podemos perder la perspectiva. El odio nos está haciendo perder las formas. Los modales. La cabeza. Hemos convertido el odio en tendencia, en rutina, en estilo de vida. Hemos convertido el odio en delito. Solo faltaba ponerle música.
De eso se ha encargado el DJ y productor KDA con un poema de Patrick Cash que se llama Odio -aquí en su versión spoken word-. El resultado es un tema de house con mensaje. Un manifiesto político de ambiente oscuro, industrial, con ese bajo percutiendo sin tregua y esa letra que aporrea la conciencia mientras bailas -yo soy de los que piensan que, si no se puede bailar, la revolución no me interesa-. Esto es The politics of dancing en estado puro: te hace mover, te hace pensar. La pista de baile es la nueva barricada. Esta vez, frente al ODIO:
(Traducción del poema de Patrick Cash)
He
estado pensando mucho últimamente en el odio.
Lo que devora su corazón.
Porque,
sabéis, yo odio a gente todos los días.
Odio
a los turistas de Oxford Street.
Odio
a los niños en el metro.
Y
odio a los que caminan despacio,
Impidiendo
que alcance mi tren.
Quiero
agarrar sus caras
Y
decir con toda mi rabia:
‘¡Fuera de mi puto camino!’
Pero
no lo hago.
Porque
sé
Que
mi odio es un fantasma.
Un
clic rápido de interruptor,
Una
mecha que arde brevemente.
Es
una sombra falsa del odio,
Solo
una frustración de lugar.
Y
no me interpretéis mal:
Yo
no soy un santo.
Me
disgusta un buen puñado de gente.
Pero
eso no es lo mismo que odiar.
No
es lo mismo
Que
querer patearles sus caras.
Porque
los que odian siempre van a odiar, dicen.
Y
en algunos lugares,
Si
no tienes odio,
No tienes estatus.
Así que juguemos con el rostro del odio.
Ódiame
por un instante.
Odia
todo lo que soy.
Ódiame
porque soy diferente.
Odia
mis palabras y a mis hermanos también.
Ódiame por mi cuerpo,
Que
termina en las puntas de mis dedos.
Odia mi piel, mi pigmentación.
Ódiame
por las sensaciones
Que
comparto con otro en la cama.
Ódiame
por mis momentos violentos.
Odia
las lágrimas que he derramado
Y
las esperanzas que he compartido.
Ódiame
por mis miedos y mis sueños.
Ódiame por el hombre que todavía puedo llegar a ser.
Luego
llévate tu odio lejos
y
hazlo grande.
Nutre
tu odio
Aliméntalo
y moldéalo como arcilla.
Aviva
sus rescoldos
Hasta
que brillen al rojo.
Escúlpelo
como si soplaras vidrio
Hasta
que tome la forma de tu alma
Y
el odio te calentará en medio del frío
El
odio estará allí cuando estés solo.
Y en este punto hablaría
De
los crímenes de odio.
De
gritarle ‘fea’ a una mujer
Desde una revista.
De
una mujer en Irán lapidada
Por
haber sido violada.
Y
sí, este poema es sobre delitos de odio
Pero
también sobre el por qué.
Es
sobre Camerún, Uganda y Rusia.
Es
sobre un vecino odiando al otro.
Es
sobre hombres que deciden derechos de aborto
Y
Europa perdiendo la lucha contra la extrema derecha.
Es
sobre LGBT, es sobre los inmigrantes.
Es
sobre antisemitismo en Hungría
y
Pegida creciendo en Alemania.
Es
sobre Orlando.
Es
sobre violentar mezquitas.
Es
sobre la jungla de Calais.
Y
un muchacho negro baleado en las calles de Estados Unidos.
Mi sobrina
Malena tiene dos años. Como buena chica del siglo XXI, le pones delante una
Tablet con Pocoyo, Caillou y Peppa Pig y se obnubila. No la hables porque no
reacciona; está en su burbuja. Hipnotizada. Y no voy a venir ahora conque el swipe le sale instintivo porque es
mentira: lo hace porque está aburrida de vernos hacerlo a sus mayores. Los
niños son como esponjas que lo absorben todo y blablablá, tú ya sabeh.
Con todo, he notado en ella una cosa curiosa: como
chica trendy de su tiempo, le gustan Pocoyo,
Caillou y Peppa Pig, pero lo que de verdad la engancha, lo que de verdad la
conmueve y emociona son las historias de siempre, los viejos arquetipos, los
cuentos tradicionales de niños: Caperucita Roja, la Cenicienta y, sobre todo,
Blancanieves.
Mi sobrina
Malena está obsesionada con las ‘cucas’, que es como ella llama a las brujas
con su media lengua. No solo con ellas: como además haya madrastras crueles,
enanitos, ogros, príncipes, manzanas envenenadas, hadas madrinas y cazadores
que enseñan el corazón de un ciervo en vez del de la princesa, la niña disfruta
como lo que es, como una enana. Yo francamente lo entiendo: en comparación con
cualquiera de estos cuentos clásicos, un episodio cualquiera de Peppa Pig es la
sala de TV de una residencia de ancianos.
En el fondo no me extraña que mi sobrina prefiera los cuentos clásicos, con sus alegorías brutales que
al fin y al cabo son la vida misma y no una versión edulcorada y naif. Y de
esos cuentos clásicos, terroríficos y fascinantes a la vez como una noche de
Halloween, ninguna versión mejor que las primeras películas de Disney. O early Disney.
Una cosa que
me gusta del inglés es esa distinción que hace entre la primera y la última
etapa de un artista, entre el early Woody Allen, y el late Woody Allen, el
early Almodóvar y el late Almodóvar, el early Bowie y el late Bowie, la early
Madonna y la late Madonna, el early Picasso y el late Picasso… Yo, por ejemplo,
noto mucho la brecha generacional en estos temas. A veces más que brecha son
años luz.
Pero a lo que iba. Soy muy fan de las películas del
early Disney, y es un valor que estoy tratando de trasmitir a mi sobrina, como
también -si me dejan- que haga siempre lo que le salga del coño mientras no
perjudique a nadie. En esto último tengo que luchar con demasiada
interferencia, en lo primero no: ¿quién va a oponerse a que la niña vea una
película de Disney?
Pues eso.
Malena, conmigo, está revisitando todos los clásicos. Pero hay uno en especial
que le fascina: Blancanieves y los siete enanos. Es que menuda maravilla de
película, qué hito del cine, qué cumbre del gótico infantil. Por supuesto, ve
la versión original, con ese doblaje dulce, a ratos empalagoso, pero entrañable
y bellísimo.
Yo amo los doblajes primigenios de Disney. Por
utilizar un adjetivo muy sudamericano, son muy lindos. Tienen muchísimo
encanto, aunque a veces pequen de cursis -Spoiler
alert: el de Pinocho es directamente insufrible-. El de Blancanieves y los
7 enanitos, sin embargo, es un doblaje muy bonito, como de cuento. A la
película le viene que ni pintado.
Para ese
doblaje se utilizó el que se conoció como español neutro, un intento de
estandarizar el castellano para todos los hispanohablantes. El acuerdo se tomó
en los años 40, y los doblajes se realizaron sobre todo en Puerto Rico. Fue el
que prevaleció en los años 1950 y 60 en todas las pantallas de habla hispana,
tomando como referencia el español de México.
En los hogares españoles, los televisores repicaban
con un seseo indiscriminado y expresiones exóticas como ‘Ya váyanse’ o ‘qué
bueno que viniste, viejo’. Nadie se enfadaba tampoco en esas series y películas:
nomás se enojaban.
A partir de
los años 1960 el español neutro cayó en desuso, y cada país hispanohablante
realizó sus propios doblajes (Walt Disney España, por ejemplo, decidió romper el
protocolo con La bella y la bestia). Hasta entonces, el español neutro había
sido el estándar para todos. Y no solo en dibujos
animados como los de Walt Disney o Bugs Bunny: también en series como Bonanza, Perry Mason, Ironside o Embrujada.
Todos ellos sonaban con ese melifluo y a la vez
ambiguo acento hispanoide que procuraba
también recoger la diversidad de acentos (como ocurre en películas como Dumbo o Los tres caballeros y series como Pixie y Dixie, con uno de los ratones hablando
con acento mexicano, el otro con acento cubano y el gato que los mortificaba,
con un inconfundible deje andalú. Su expresión ‘Mardito roedoreh’ se hizo muy
célebre.)
La bruja de Blancanieves en pleno subidón de belladona o cornezuelo de centeno. Solo hay que ver esa hermosura de pupilas dilatadas y esa expresión de trance. Si has acostumbrado a moverte por afters, la cara de la bruja resulta demasiado familiar.
Los nombres
de los personajes también se doblaban: Road Runner pasaba a ser Correcaminos y Tweetie, Piolín (esto es algo que siguen haciendo: en toda Latinoamérica se conoce a Homer
por Homero Simpson y a Doraemon por Robotín). Todo esto me trae a la cabeza una de las guerras de
youtube más candentes, la que hay montada entre las películas dobladas al
español peninsular vs. el español latino. Menudas trifulcas en los hilos de
comentarios. Por un lado los de allá: ‘Pinche español, gachupín, pendejo…’ Y es
que, mientras los norteamericanos adoran el acento británico, en las repúblicas
que fueron colonias españolas pasa todo lo contrario: nuestro acento les parece
rudo, agresivo y prepotente. Muchos de ellos lo odian. Lo aborrecen. Sobre todo
cada vez que oyen la palabra ‘gilipollas’. Les cruje los nervios.
Frente a
esto se posicionan los ibéricos exaltados, generalmente con una cruz de Borgoña en su avatar y con Blas de Lezo como nick: ‘indio de mierda, gilipollas, anda y
vete a hacer cosas de indio. Si no fuera por nosotros todavía estarías hablando
en suajili.’
Polémicas youtuberas que no esconden un hecho: el
español ibérico representa actualmente una minoría, una bolsa insignificante
dentro de la inmensa comunidad hispanohablante.
Nos estamos reduciendo a la anécdota: dentro
de los 500 millones largos de hablantes de español, somos los únicos que nos
referimos a la compu como ordenador y
utilizamos el verbo coger para agarrar y no para chingar como hacen ellos, de
California a la Patagonia.
En no muchos años, nuestra forma de hablar será
considerada dialecto y no patrón, y a lo mejor habrá que protegerla como a una
especie en extinción, como se protege al lince.
Aunque solo sea por estadística, fría como el acero, el futuro del español está en América.
(Suspiro)
A ver si la insulsa de Peppa Pig te provoca estas
reflexiones.
El jueves 16
de noviembre hice por fin algo que llevaba años deseando hacer: una visita al Instituto Eduardo Torroja. Aunque ya iba mentalizado con la idea de que iba a
conocer un lugar muy especial, lo que me encontré superó de largo mis
expectativas: pocas veces en mi vida he estado en un sitio tan bonito. Tan extraordinario.
Es un viaje en el tiempo, a lo mejor y más exquisito
de la arquitectura y el diseño de la década de 1950, donde el Instituto quedó
atrapado como un insecto en ámbar. Es un lugar mágico, preservado casi intacto.
Una maravilla. Si algo rebosa el Instituto Torroja, es hechizo.
Me recordó a
esa otra bombonera espaciotemporal que es el Teatro América en La Habana. Y me
acordé también de aquella revista tan fan del Movimiento Moderno de la que hace
años era fan, Wallpaper*: en el
Instituto Torroja babearían. O entrarían en trance, puede que levitando.
Es que es un sitio que, a poca sensibilidad estética
que tengas, provoca en ti un rapto de belleza. No exagero. El Instituto Torroja
es un templo pitagórico que rinde culto a la geometría en sus formas puras
-prismas, dodecaedros- y que exhibe una arquitectura que a ratos es tectónica,
a ratos escultórica. Es un recinto esotérico -con planta en forma de Pi- y
enorme fuerza plástica. De un poder visual rotundo. Y que te envuelve y abraza
en la fluida transición de sus porches y patios.
Los muebles
de Manuel Barbero y Atema -recogidos en este catálogo del COAM- son
espectaculares. A uno le parece estar metido en una historieta de las Hermanas Gilda. El resto del Instituto no desmerece. La modernidad sigue chillando en
cada rincón, en cada detalle de diseño singular y exquisito. Y son infinitos.
El inventario visual es inagotable.
El Instituto Torroja es una miniBrasilia. Un canto al
hormigón. Un lugar encantado y encantador. La obra de un genio visionario que murió al pie del cañón, en su despacho. Un hombre de talento
reconocido internacionalmente al que sus empleados adoraban y que hizo del
complejo un empeño personal en el que vida y trabajo se confundían y mezclaban. Don Eduardo Torroja, de hecho, vivía aquí: el Instituto era también su hogar, con su despacho acondicionado como vivienda. Este
complejo junto a la M-30 fue su Menlo Park.
Mercedes
Gómez, de Arte en Madrid, explica en esta entrada la historia del Instituto de
forma inmejorable. Yo me voy a centrar en lo emocional. En el festival de
sensaciones que sentí, estéticas -principalmente- pero también éticas: Eduardo
Torroja concibió este recinto como el lugar de trabajo ideal, en un entorno
agradable y donde poder disfrutar de ratos de esparcimiento. En esto se
anticipó a las empresas de Silicon Valley: mucho antes que Facebook y Google, Eduardo
Torroja ya había puesto a disposición de sus empleados unas mesas de ping pong,
diseñadas además por él mismo. En hormigón, cómo no.
No fue lo
único en lo que Eduardo Torroja se adelantó a su tiempo. También mostró una
sensibilidad ecológica del todo inusual para la época: a la hora de levantar el
complejo, dio orden de respetar e integrar en el conjunto a los árboles ya
existentes en el terreno, en vez de arrasar con ellos. A día de hoy, si alguien
quiere saber por qué hay una estación de metro que se llama Pinar de Chamartín,
solo tiene que acercarse al Instituto Torroja para entenderlo.
Son esos mismos pinos, repartidos por todo el recinto,
los que hacen que el Instituto Torroja recuerde a veces a un hotel de la sierra
madrileña o a un club alpino, sobre todo la sección del comedor circular
acristalado junto a la piscina. Eran las 6 de la tarde ya y me dieron ganas de
pedir un Bloody Mary.
Me sentía
como en casa, a lo que ayudó el trato tan estupendo que recibí. No solo por
parte de mi anfitriona, Virginia Gallego, arquitecta conservadora y guía de las
visitas, que ama el Instituto y la figura de Eduardo Torroja y transmite ese
amor. Quisiera mencionar también a Eduardo, el conserje, a Luis, el vigilante locuaz de conversación fascinante, y a Rogelio Sánchez Verdasco, de la unidad
de divulgación y archivo del Instituto.
El Instituto Torroja es un oasis de magia y belleza intemporal que, pese a todo, no tiene la categoría que se merece: no cuenta con
protección integral, solo estructural. Ni siquiera es BIC.
Miedito da. Esto
hay que corregirlo cuanto antes. No solo porque el Instituto Torroja sea digno
de un número especial de AD -e incluso a ser serio candidato
a Patrimonio Mundial de la Unesco-. También forma parte de nuestro patrimonio industrial y
científico: en su momento fue un laboratorio creativo donde se exploraban las posibilidades expresivas y constructivas del hormigón.
El Instituto es la obra personal de un genio y, todavía, un símbolo de
modernidad, tan fresco como el primer día y felizmente conservado. Como una de
esas bolas de cristal llenas de agua que se compran de recuerdo. Falta agitarlo
para que aparezca la nieve.
En el Instituto Torroja se han realizado películas, comerciales para televisión y editoriales
de moda. Es una cinecittá vintage y poliédrica. Un recinto único en el mundo.
Una isla del tesoro junto a la ruidosa M-30. Y debe tener esa consideración.
La
sensibilidad hacia el legado arquitectónico del pasado siglo XX debe crecer y
afianzarse. En Madrid tenemos una joya que por ahí ya quisieran, y hay que
valorarla y protegerla como se merece.