domingo, 29 de agosto de 2010

Lecturas de verano


Uno, que es muy sentimental, tuvo hace poco la malísima ocurrencia de rencontrarse, vía facebook, con uno de sus fantasmas del pasado.
Se supone que es uno de los alicientes que tiene esta red social de moral cuáquera, el permitirte recuperar viejas amistades.

No es que fuera mi intención recuperarla, había pasado demasiado tiempo y nuestras vidas, como es lógico, habían tomado derroteros muy distintos.
Simplemente, me movió un impulso loco de nostalgia.
Del que me arrepentí poco después de iniciada nuestra cita, charlando con ella en un VIPS.

Físicamente no había cambiado nada. La única diferencia, que ya no era la niñata que yo recordaba y sí una señora muy respetable.
Pero en lo demás, más que de cambio habría que hablar de mutación: estaba irreconocible; se había convertido en una burguesita rancia.
Con lo que la cita fue un fiasco.
Y la lección que saqué, que al pasado hay que dejarlo quietecito en su vitrina.


Hubo, con todo, un momento divertido cuando me reconoció que, como preparación para la entrevista, le había echado un vistazo a mi blog.
Le pregunté qué le parecía y entonces, candorosamente, declaró:
"La verdad, David, no lo entiendo. Si te soy sincera, no entiendo nada."

Para ella la experiencia fue como leerse un tomo de la saga Millennium en su lengua original, el sueco.
Lo que me permite entrar en el meollo de este post, que también podía haberse llamado Los Libros Perdidos.
Algunos de ellos aparecen en las fotos, una pequeña muestra de los muchos que los huéspedes abandonaban en sus habitaciones, deliberadamente o por descuido, al marchar del hotel Monte Carlo, en Funchal.

La dirección del hotel, mostrando un gran respeto por la letra impresa, en vez de tirarlos los conservaba, de modo que podías encontrarte pilas de libros en distintos idiomas por todos los rincones del hotel.
Eran libros de un solo uso, para unas vacaciones, de tema banal, intrascendente, perfectamente olvidables una vez leídos.
Y por la misma razón, desechables.


Todos estos libros desvalidos se esparcían por el hotel reclamando un nuevo lector que los rescatara de su desamparo: una biblioteca de títulos despechados a libre disposición de los clientes.
Si tenías la suerte de dar con uno en tu idioma, cosa que a mí me costó.
De buenas a primeras, entre un montón de lenguas dispares, encontré un título en catalán, Viatge d'hivern a Madeira, de Jaume Benavente.

Y entonces me piqué: no podía ser que no encontrara ni uno solo en castellano.
Una de dos, pensé, o aquel hotel no era muy visitado por mis paisanos o se confirmaba el dato de que leemos menos que los concursantes de un reality.
Rebusqué y rebusqué hasta que por fin, cuando ya daba la causa por perdida, di con uno en una mesa de la tercera planta.
Y así, curiosamente, cerré el círculo: primero me topé con un libro en catalán y después con otro en castellano gracias a los catalanes.
Porque, en efecto, el único que encontré en mi idioma había sido publicado en Barcelona por Ediciones B.
Se trataba de una novela histórica mediocre, El muro de Adriano, pero menos era nada.


Dije gracias a los catalanes y dije bien: es un hecho incontestable que la práctica totalidad de la industria editorial española se encuentra en Barcelona.
Algo entonces no cuadra, porque esto choca abiertamente con el peligro que según algunos corre el castellano allí. Dicen que se ataca y que se quiere erradicar de Cataluña, que es, por otro lado, donde más se fomenta la lectura en ese idioma.
Menuda paradoja.

Cataluña, en este hotel de Funchal, nos salvó el tipo.
Y francamente, no sé qué sería del esplendor del español sin editoriales como Plaza & Janés, Anagrama, Seix Barral,Juventud, Tusquets o Gustavo Gili... O las ya desaparecidas Argos Vergara, Molino o Bruguera. O premios como el Nadal y el Planeta. O la Enciclopedia Espasa.
Los medios conservadores podrán decir lo que quieran, lo suyo ya se sabe que es el catastrofismo profesional; yo en cambio solo tengo tres palabras:
Catalunya, moltes gràcies!

miércoles, 18 de agosto de 2010

Valla por diós


Eso, valla por diós. Y menos mal que no es electrificada.


Este es el cuadro que me encontré este año en la piscina en la que me he bañado desde niño, convertida inopinadamente en un corralito acuático.
Yo al principio me asomé con precaución al agua por encima de la verja, a ver si es que habían reciclado la piscina, con esto de la crisis, en un vivero de pirañas o cocodrilos.
Pero no, nada de eso.

Según la nueva normativa, había que cercar todo su perímetro. Por motivos de seguridad, me informaron. Para proteger a los niños, ya sabe. Que no les ocurran accidentes.
Vale, vale. El caso es que la gente nada dentro y parecen las reclusas de Telephone haciéndose unos largos en esa piscina que es lo único que le falta al vídeo.
Yo al menos me sentí así.

Además de nostálgico, muy nostálgico, y triste, muy triste.
Año tras año y según la normativa crece como una hidra insaciable, a la piscina de mi infancia le pasa como al Parque de Atracciones que conocí de niño, que está irreconocible.
Hay normas que puedo entender, siquiera por higiene, como que en su día obligaran a quitar el circuito cerrado de lavapiés que la rodeaba.
Pero poner una verja de alambre justo en el borde me parece ya de locos, desproporcionado, completamente ridículo.


El eslogan este tan recurrente de "es por su seguridad" me está empezando a reventar las pelotas.
En realidad es una obsesión por reducir y ceñir cada día más nuestro comportamiento.
Nos están convirtiendo en animalitos enjaulados, y lo peor de todo es que, mientras tengamos un cacharrito tecnológico con el que flipar, nos da igual.
Por otro lado no me extraña: la realidad digital es, en comparación, cada vez más acogedora y cálida.

El día que llegué a la piscina y vi esa alambrada guantanamera, guajira guantanamera, me puse a protestar, y con razón.
Por ese mismo borde ahora vallado correteábamos de niños mis amigos y yo, todos los críos de la urbanización, y nos tirábamos uno detrás de otro en bomba o de cabeza.
Y no pasaba nada.
Como mucho, un resbalón, que uno se cayera encima de otro en el agua (más que nada por hacer el burro) y, lo más aparatoso que recuerdo, que un chaval se partiera una pierna.

Pero coño, es que por otra parte es lo que procede.
Igual que los ternerillos y los potros cuando nacen, que intentan ponerse de pie y se caen y trastabillean hasta lograrlo, los niños deben vivir fuera, explorar, correr, saltar, desfogarse y sí, también caerse, más de una, y hacerse pupa y venir llorando y desollarse las rodillas y romperse un brazo o dislocarse un hombro trepando a un árbol.
No diré que como fase normal de su desarrollo porque es una pijada.
Es, simplemente, lo natural.


Hace tiempo que me vengo fijando en esto, los contados niños que veo hoy día con un brazo o una pierna rotos, portando esa escayola grafiteada con rotulador o boli por todos los coleguitas y compañeros de clase.
Me acuerdo de un chico en el colegio que se rompió el brazo y, el mismo día que por fin le quitaron la escayola, haciendo el cafre en el patio, volvió a quebrárselo.
Estos percances y otras brechas son las necesarias cicatrices de la infancia, como el soldado tiene las suyas, y feliz recuerdo, cuando eres adulto, de unos ritos necesarios.

Con los niños de hoy día pasa como con las plantas de AZCA de hace unos posteos, que los estamos desnaturalizando.
O agilipollando. O adocenando. O ablandando.
O todo ello a la vez.
Yo entiendo que haya cierta alarma social con lo de los pedófilos, y cierta prevención, pero lo de algunos padres con sus hijos (que suele ser uno y sobreprotegido) ya rebasa la histeria.

Suma a esto que los cachorros humanos de ahora son hikikomoris en distintos grados: viven su ocio alienados, tecleando entre múltiples pantallas en esa fortaleza doméstica de seguridad que son sus cuartos.
La calle ya no la pisan y el patio en el recreo tampoco, porque ese rato también lo ocupan en actividades extraescolares.
Así no me extraña que me cruce con ellos en sus uniformes y, al revés que antaño, no les vea ni una rodilla rasguñada.
Por no ver, no los ves ni con la ropa sucia.
A los niños de ahora ya no les ponen rodilleras o coderas porque no les hacen falta.
Se están trasformando en larvas.


Pero volvamos al miedo-por-lo-que-le-pueda-pasar-al-niño, y más con tanto perturbado suelto.
Repito que cierta prevención la entiendo. Lo que ya no me entra en la cabeza es este miedo casi patológico, llevado a extremos neuróticos, siguiendo el insano modelo de la sociedad americana y su cultura del pánico.
Como si el panorama fuera nuevo.
La gente tiende a olvidar que pederastas, hombres del saco, sicópatas, vampiros de Düsseldorf y depravados varios ha habido siempre, desde que la humanidad es tal (Y gracias que hemos corregido, como especie, algunas aberraciones que solíamos practicar con los niños, como matarlos al nacer, sacrificarlos en rituales o venderlos).
Pero sí, en efecto: antes que Madeleine estuvo el hijo de Charles Lindbergh, y antes aún la Condesa Báthory y antes Herodes...
Y eso que, dejándonos de adultos crueles, los peores enemigos de nuestros hijos son a menudo ellos mismos. Ahí están para demostrarlo niños asesinos de niños como Jesse Pomeroy, el argentino Petiso Orejudo o la pareja formada por Jon Venables y Rob Thompson, el dúo tierno y letal de Liverpool.


Porque esta es otra cosa que me hace mucha gracia.
Parece que toda una armada de sujetos despreciables se ha puesto de acuerdo estos últimos años para asaltar nuestras calles y abusar de nuestros hijos, ofensiva desalmada en la que habría que incluir a una tropa de curas y sacerdotes.



Pero no, no es así: lo único que ocurre es que, como con la violencia doméstica, ahora se denuncia y se combate. Pero la figura del pervertido infanticida, insisto, existe desde siempre.
Si no, de qué nos iban a advertir desde hace generaciones que no habláramos con extraños. Que no nos fuéramos con nadie que nos ofreciera cosas, un caramelo, lo que fuera. Que no atravesarámos descampados, que no volviéramos de noche. En fin, los temores racionales y de perfil sensatamente bajo de unos padres preocupados por sus hijos.
Y nos prevenían porque mis abuelos y mis padres sabían que hay individuos así, sólo que ni ellos ni nadie hasta hace poco los conocía por el nombre por el que los conocemos todos ahora, "pedófilos".


Pero ese es el hecho, que siempre han existido, aunque ahora se encuentren más acorralados y estigmatizados por la opinión pública.
¿Y dejábamos de jugar en la calle hasta las tantas en verano? Para nada.
¿Y dejaba de regresar del cole andando a casa? Tampoco.
Te digo otra cosa, tampoco existían esos sitios impersonales y masificados en los que perderse fácilmente o ser subrepticiamente raptado. Esos macrocentros comerciales. Esos parkings grandes y desolados. Esos megaparques temáticos.
Menos mal que, por su seguridad, ahora por todas partes hay cámaras vigilando.