miércoles, 24 de diciembre de 2008

La Venus de la Galería




Entre los escenarios madrileños que podrían servir para ambientar secuencias de una película de suspense, terror o postapocalíptica, se encuentra esta galería comercial, en Tribunal, entre la calle Fuencarral y la Corredera Alta de San Pablo.
Es un pasaje comercial lúgubre y desolado que probablemente conoció días mejores, aunque tengo la impresión de que nació ya muerto.
Al entrar por la Corredera te recibe Manopiel, una tienda de bolsos, guantes y paraguas. Justo después, hasta hace pocos años, había un estanco abierto que le daba más vidilla a este tramo, tan pobremente iluminado como el resto de la galería; pero el estanco cerró y se trasladó a la calle Fuencarral.





La galería, pese a su alma muerta compuesta sólo de pasos perdidos, esconde algunas sorpresas artísticas, soluciones decorativas típicas de los años 50.
Como la escultura en una esquina de aire neoclásico en el que un hombre de anatomía robusta domina a la bestia, en este caso un indómito caballo.
El relieve pretendía inspirar un poder y una fuerza que se trasmite con intensidad más bien floja al estar torpemente situado, mal alumbrado y pintarrajeado. Parece cubrirlo una roña, más que de suciedad, de total indiferencia.
Aquí no hablamos de pátina del tiempo sino de costra, que es lo que al final parece el relieve, una gran costra gris y rugosa que le ha salido al muro.
Lo realmente curioso es el gran caballito de mar, o hipocampo, que centra la composición en el suelo del vestíbulo. Para los románticos empedernidos, el caballito de mar es símbolo de fidelidad eterna.
Ahora bien, la presencia aquí de este caballito de mar no sé si tenía que ver con fidelizar clientes para la moribunda galería comercial.
En ese caso, fracasó estrepitosamente.




Prosigamos ahora con el arte añadido posteriormente y que para muchos puede que no entre en la categoría de convencional, siquiera de estéticamente aceptable. Me refiero al grafiteo indiscriminado que ha trepado como una yedra por las paredes abandonadas.
Alguno me dirá que estos garabatos, más que embellecer o aportar algo, lo que hacen es ensuciar malamente y estropear más el ya bastante inhóspito conjunto.
Pero de repente, en el escaparate condenado de lo que fue una óptica, se descubre un dibujo de diosa madre, una especie de Afrodita A capturada con la misma silueta exuberante de pechos y caderas de los ídolos neolíticos, melena al viento y proclamando una feminidad que sigue los patrones clásicos, el famoso canon rubensiano. Esto es, el de mujeres rollizas y generosas de curvas, con una buena pelvis para parir sin problemas muchos hijos.
Un fenotipo natural que, entre liposucciones, aumentos de tetas, modelos esqueléticas y dietas-milagro, parece haberse perdido.





Casi en mitad de la galería sobrevive un negocio insólito que deslumbra con sus brillos de oro entre tanta decrepitud y decadencia.
Es una joyería de nombre Monge, y su escaparate, como un desafío dorado a la ruina que lo rodea, refulge obscenamente en un paisaje de tiendas fantasma, oscuridad de cripta y espectros que pasan deprisa en uno u otro sentido.
Su presencia es del todo incongruente; debería estar en los bajos de algún hotel de cuatro o cinco estrellas y no aquí, que más que joyería parece la guarida secreta de un botín robado.






En la entrada de la calle Fuencarral nos da la bienvenida la tercera de las tiendas valientes que se atreven a poblar este tétrico panteón comercial.
Se trata de una sastrería clásica, en la que confeccionan la ropa a medida. Su target es evidente: caballeros con olor a alcanfor a los que no les gusta correr ningún riesgo a la hora de vestirse.
Sus vitrinas resultan inquietantes, con una exhibición de prendas rígidas y feas, de tejidos sufridos en colores pardos y aspecto tan anticuado que parecen llevar ahí expuestas desde que se inauguró la tienda.
Las camisas, chaquetas y jerséis emanan un aura siniestra y latente, como si a la voz de una bruja novata fueran capaces de empezar a moverse, desfilar marcialmente y ponerse a repartir puñetazos y patadas.
Esta posibilidad no es ninguna tontería.
Como dijo un conocido mío ante la obstinación con que su mando de la tele desaparecía o se escondía entre los pliegues más recónditos del sofá, "la maldad de los objetos inanimados es ilimitada".

martes, 23 de diciembre de 2008

Batallitas del youtube



Dentro de los escenarios bélicos, reales o simulados, que impone la vida moderna (Irak, Afganistán, los múltipes videojuegos de combate y guerra, las peleas de gallos hip-hoperas, las batallas de bandas...), están también ahora las batallas de youtube.
Se trata de una nueva modalidad de juego, y todo un desafío.

Para jugar has de juntarte con uno o varios amigos (aunque lo ideal es un ten con ten sólo con otro) y empezar a competir por poner los vídeos más guays, raros, divertidos, exóticos, flipantes o bizarros del youtube.
Pueden ser musicales, frikadas que hace la peña, colocones grabados, caídas, series, videoblogs, cortos domésticos, extravagancias varias, trailers, versiones, de todo. Con cada uno de ellos se ha de intentar superar al otro, en una escalada ininterrumpida de emoción, seducción y asombro.
El juego va ganando en intensidad y sorpresa a medida que avanza, hasta el punto de que tienes que tener una buena reserva de perlas visuales y frikadas entre tus favoritos para ganar o al menos quedar en un honroso segundo puesto.

Es lo que me pasó a mí en la última batalla que eché: esta versión Bollywood del Thriller de Michael Jackson me dejó definitivamente KO, sin otra opción al final, tras un largo y enconado toma y daca, que rendirme a la evidencia: mi oponente me había ganado, dejando el listón muy alto para la próxima.
Que no tardaré en llegar. Es mi juego de estas navidades, y estoy enganchado. ¿Alguien me reta?

viernes, 19 de diciembre de 2008

El ataque de los cartones mutantes


Era un día como cualquier otro, a primera hora de la tarde.
¿O era de la noche?
No recuerdo bien. Pero es normal, como dice el médico, si tenemos en cuenta que soy víctima del estrés postraumático; el shock fue demasiado grande.
Yo apenas me acuerdo de nada… O sí, pero de modo muy difuso, borroso, atropellado.


Sé que bajé al pasadizo subterráneo que conecta la calle Alcalá con el metro y el Paseo del Prado. El que hay bajo Cibeles, al lado del Banco de España.
Es un pasadizo que parece más viejo de lo que es porque está muy descuidado; la sensación de decrepitud urbana te sigue a cada paso.
Lo hice para cruzar la calle. Podía haberlo hecho arriba, por el semáforo, pero si hay algo que detesto es el tráfico en superficie.
Además, lo había hecho ya mil veces y sin problemas.
¿Por qué esta vez iba a ser distinto?


Creo que me crucé con alguien más, otra persona. ¿O eran varias?
No sé, tengo la impresión de que el túnel estaba solitario; pero ya he dicho que no puedo fiarme mucho de mi memoria: está traumatizada y, en ese estado alterado, es de lo más creativa.
“Es por la impresión –repite el médico, comprensivo-. Debió de llevarse un buen susto.”


“I tant”, que diría mi amigo Jordi.
¿Me lo llevé?
Y si fue así, ¿puesto o envuelto para regalo?
Disculpad pero no estoy para bromas. Desde luego que me lo llevé. La gente me vio salir corriendo de las escaleras, descompuesto, histérico, dando alaridos.
Según cuentan, pedía socorro como si me fuera la vida en ello (lo que, bastante parcialmente, era verdad), y no dejaba de chillar convulsivamente que me atacaban.
“¿Quiénes?”, preguntó alarmado uno de los que acudió a ayudarme.


Mis ojos desorbitados le miraron. Después, con expresión de espanto, se desviaron hacia la entrada del subterráneo:
“Ellos –balbucí-. Los cartones.”
A mi alrededor todo era estupor. Yo por mi parte sólo era temblores.
“¿Los cartones ha dicho usted, caballero?”, me interrogó alguien con mucha educación y, sobre todo, incredulidad.
“¿Qué banda es esa?”, quiso saber otra persona.
Una señora, indignada, comentó:
“¡Como si no tuviéramos ya bastante con los Ñetas y los Latin Kings!”


Me costó convencerles de que no hablaba de ninguna banda urbana de delincuentes sino de cartones, esos que utilizan los homeless de catre y que entonces, cuando lo atravesé, estaban abandonados en el túnel.
Sus dueños todavía no habían vuelto para ocuparlos y se desparramaban por allí, sobre el suelo o contra la pared, con un aspecto de lo más inocente.


El caso es que, cuando pasé junto a ellos, noté un movimiento raro por el rabillo del ojo; me pareció que uno de ellos se desplazaba.
Luego, a continuación, escuché aquel ruido, un crujido de sonido inconfundible: acartonado.
A este le siguió otro y otro más y, cuando me quise dar cuenta, se me habían echado encima, rodeándome en un torbellino de agresivo papel prensado que me embestía y me golpeaba y me hacía mucho daño.


Eran muy violentos y parecían poseídos por una insaciable sed de mal. En un momento de lucidez en medio de aquella emboscada supe, con total certeza, que aquellos cartones no iban a tener piedad de mí.
Así que eché a correr con todas mis fuerzas, con ellos detrás. Pese a carecer de piernas, parecían impulsados por una energía secreta.
Avancé a duras penas, luchando y resistiendo, zafándome de ellos a base de manotazos y patadas, hasta que alcancé las escaleras y logre escapar.


Una vez fuera, como ya he dicho, nadie parecía creerme. Tampoco me creyeron los del Samur que vinieron a atenderme, ni la dotación de policía municipal que se presentó a reportar el incidente.
Me miraban como si estuviera loco, pero yo no estaba inventando nada. La historia era real: en aquel túnel sucio y degradado me habían atacado unos cartones, esos que sirven a los sintecho para ensamblarse por las noches un apartamento plegable.


Todo este asunto es muy raro.
Lo más curioso de todo es que días después me enteré de que, el mismo día que los cartones cobraron vida y me atacaron en el pasadizo de Cibeles, un extraño y brillante meteorito surcó el cielo de la península, desprendiendo una especie de polvo cósmico.
Científicos de todo el mundo han recogido muestras para investigar su composición química y sus eventuales efectos en nuestra delicada ecoesfera.
Yo no es que pretenda relacionar una cosa con otra, pero ya es mucha coincidencia.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Gotham City, Episodio 1: Mi cita con el destino (ve hacia la luz)















Hace poco ligué por el chat.
El tipo, de lo más misterioso, me dio su dirección y me dijo: "Una vez aquí, sólo tienes que seguir la luz".
Sus instrucciones me desconcertaron, pero no me eché atrás y decidí ir.
Un taxi me llevó hasta allí. Era de noche y llovía.
Cuando llegué a aquel edificio de apartamentos céntrico y sórdido, le obedecí -no niego que con aprensión y hasta miedo en algunos momentos-.
Afortunadamente, viví para contarlo: sus únicas sicopatías eran sexuales.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Días tóxicos







Así estamos como estamos, por culpa de tantos activos, productos y valores tóxicos.

Crédito fotos inferiores: Chris Tran Van.