sábado, 13 de julio de 2013

Arte chancro


O como debería llamarse ahora al antaño denominado arte sacro, y que no dejaba de ser de lo más sobresaliente y respetable.
Ahora, y no hay más que ver este monumento, se ha convertido en una caricatura ridícula de las cimas del genio que llegó a tocar.

Solo hay que pensar en Miguel Ángel y la Capilla Sixtina, por poner el ejemplo máximo, el paradigma.
Por supuesto, hay muchos más: Fra Angélico, Rafael, Caravaggio, Murillo, Salzillo, Berruguete, Marc Chagall y hasta Le Corbusier son solo unos pocos de los cientos, miles de artistas que contribuyeron con su enorme talento a ensalzar y glorificar la Iglesia Católica en una provechosa colaboración que otorgaba a ambos notoriedad y caché; era lo que los sajones llaman una win-win situation; todos salían ganando.


Hoy el listón se ha bajado hasta el nivel -3 de parking, y no es que se haya vuelto underground, todo lo contrario, el arte religioso ha involucionado en un arte infantil, kitsch y deplorable.

Cualquiera de las parejas de novios que coronan una tarta de bodas tienen mucha más dignidad artística que este monumento a la Sagrada Familia.
¿Se lo imaginan formando parte de una exposición de Las Edades del Hombre? Bueno, sí: en la tienda de souvenirs, como pisapapeles.

Financiado por la Fundación Antonio Camuñas, se ubica en Pozuelo de Alarcón, justo delante de la iglesia neorrománica de Santa María de Caná.


El conjunto escultórico, que no yeyé, es un poco gagá y definitivamente passé. Pero vete a saber, lo mismo un hipster le encuentra su gracia. A mí desde luego me parece una cumbre del mal gusto.
Pocas veces en mi vida he sentido tal desasosiego ante una obra de arte.

Tiene algo no ya perturbador sino directamente ofensivo para el ojo refinado. A poca sensibilidad estética que tengas, te arrastra brutalmente, de los pelos, fuera de tu zona de confort.
Este monumento es un atentado contra lo que significa el arte de verdad. Es peor que eso, es una parodia ñoña y repipi, un quiero y no puedo.
Dan ganas de volarlo por los aires, en una acción surrrealista-reivindicativa a lo André Breton.

No discuto yo el grado de devoción conque se erigió el monumento, pero el pegote final es tan infame, artísticamente tan insignificante, tan cursi, tan repollo, tan figurita de Lladró, que dan ganas de salir corriendo a buscar la iglesia más cercana, sí, pero de culto satánico.

No me extraña que fuera a bendecirlo el mismo Rouco Varela, y seguramente tan encantado; con esa mentalidad fuera de este espacio y este tiempo que tiene le debió de parecer el no va más.
Qué lejos quedan los días en que los papas y obispos, tan pervertidos como los de ahora pero mucho más ilustrados, encargaban pinturas, esculturas y retablos a los mejores artistas, que daban lo mejor de sí en un legado que aún perdura.


Esto en cambio viene a ser la degeneración absoluta, que no es sino un crudo reflejo de la degeneración de la Iglesia. Porque una Iglesia que bendice bochornosas figuritas de belén hipertrofiadas es una iglesia en decadencia espiritual y teológica, que ha perdido el paso de los tiempos.

Si su esplendor y poderío se miden por las obras de arte que produce, entonces su edad de oro, definitivamente, hace tiempo que ha pasado. Este monumento a la Sagrada Familia de chocolate, tan pastelera, es buena muestra de ello.
Si además es cierto eso de que la estética se corresponde con la ética, uno como que se explica entonces toda esa catarata de escándalos que salpican el Vaticano.

La Iglesia se ha quedado alienada en una autocomplacencia que excreta adefesios como este, síntoma evidente de que ha perdido su papel estelar en la sociedad, ese que ocupó durante siglos sin que nadie la chistara.


Pero es que entonces la Iglesia se imponía, entre otras cosas, gracias a la magnificencia de su arte: sus catedrales, sus vidrieras, sus tallas, sus lienzos y tapices, sus sepulcros, sus relicarios, sus cúpulas airosas, sus gárgolas temibles, sus capiteles historiados o el pórtico-cómic en piedra del Maestro Mateo...
La plebe, los fieles, contemplaban todo esto y enmudecían de asombro, de admiración, de piedad inducida. Se sobrecogían, se estremecían, se postraban de fervor y admiración ante cómo interpretaban el hecho religioso los artistas más dotados de su tiempo.
Pero ahora, ante una escultura como esta, uno lo que siente es una mueca de desprecio, de rechazo, de vergüenza ajena.
Más que síndrome de Stendhal, lo que provoca es náuseas.

Con lo que surge la duda de si, para contrarrestar su efecto devastador, no debería levantarse al lado, o convenientemente cerca, un monumento al ateísmo como el inaugurado recientemente en Florida.
Por aquello de recuperar la dignidad de este espacio público.
Pero para qué molestarse. No vale la pena: con esta escultura estrafalaria, repelente, chirriante de puro fea, un recordatorio de primera comunión en 3D, el objetivo se ha cumplido más que de sobra.
Si uno lo piensa bien, no hay mejor monumento al ateísmo que este.