sábado, 25 de octubre de 2008

Mi sinfonía de octubre


Este es el mes en el que el termostato de la naturaleza se reajusta entre indecisiones y espasmos; por eso pasamos en el mismo día de lo húmedo a lo cálido, del sol a lo nublado, sin saber a qué atenerte y volviéndote un poco loco.
Es también el mes de cosechas y oriónidas.
De Halloween.
Y de revoluciones, de ahí su soviético apodo de Octubre Rojo.
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Y, como según los Pet Shop Boys, de la Revolución a la Revelación sólo hay un paso, la de este mes me ha venido al constatar un llamativo fenómeno: a causa de la crisis, los diarios de difusión gratuita han reducido drásticamente su tirada.
Y cuando digo drásticamente, me quedo corto.
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Hace apenas unos meses, si cogías un tren de cercanías a las 8 o 9 de la noche, todavía te encontrabas el vagón alfombrado de ejemplares; era como el paisaje después de una guerra (impresa).


Pues bien, esto se acabó: ahora, pocas horas después de que se hayan repartido en las estaciones, cuesta encontrar un solo ejemplar de ellos en un tren; a las 8 o 9 de la noche ni te cuento: los vagones aparecen casi impolutos. Como mucho te encuentras con un Metro o un ADN, que parecen ser los que menos han recortado edición.
Con los que más se nota son 20 Minutos y Qué!, algo muy coherente con lo que ha ocurrido en sus redacciones hace poco, en las que han hecho un barrido inclemente de personal.
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Parece por tanto que la crisis ha puesto a la prensa gratuita en los carriles de las vías de extinción.
Ya no es sólo que publiquen menos porque el papel está muy caro, es que sus anunciantes, afectados igualmente por el actual descalabro económico, les van a meter cada vez menos publicidad, que es de lo que viven.
La voz de alarma, por no decir ataque de pánico, se ha dado también entre la prensa de pago: cada día venden menos; ya nadie puede parar esa tendencia en el inconsciente colectivo a pensar que los periódicos son algo ya súper old fashioned, una especie de fósil vivo de la era predigital.
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No hay más que acercarse a un kiosco: las revistas ya no saben qué regalar para que las compres. El otro día, con una, me daban un tablero de ouija de Los Simpsons, una tienda de campaña canadiense y una elefanta embarazada (¡Viva Forges!).
Yo no sabía cómo decirle al kiosquero, que parecía sacado de una de nuestras series costumbristas de televisión, que sólo quería la revista, que ouija ya tenía (y firmada nada menos que por Madame Blavatsky) y que para animales preñados ya tenía bastante con mi perra, que en dos años ha parido dos camadas como dos soles.
No sirvió de nada y me tuve que llevar todo el pack. Por supuesto, cuando llegué a casa, bajé al trastero y lo arrinconé todo allí, junto a otras promociones: cientos de pares de chanclas en color liso o de camuflaje, un kayak, bolsos y maxibolsos, bikinis y trikinis, collares fluorescentes, barajas de Pokemon...
Todo ello objetos muertos, como la misma prensa escrita que pronto, muy pronto, sólo quedará en el recuerdo. Tal vez la crisis sirva para darle la puntilla. Tal vez precipite que desaparezca definitivamente, al menos la gratuita.


Que se vean obligados a cerrar el chiringuito es algo que debería alegrarte si tienes conciencia ecológica.
El ahorro de toneladas y toneladas y más toneladas de papel va a ser enorme, lo que supondrá un respiro de alivio cósmico para nuestro maltrecho mundo.
La crisis, en este sentido, va a tener un efecto curiosamente positivo, obligándonos a ser consecuentes con nuestra hipócrita preocupación por el medio ambiente.
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Crisis en griego significa cambio. Es decir, catarsis. Y esta, que ya se anuncia como uno de esos eventos que hacen época, va a revolucionar el mundo y a trasformarlo, marcando un antes y un después, empezando tal vez por hacer de la prensa escrita algo testimonial cuando no un cadáver descompuesto o una reliquia del pasado.
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Ya me lo decía mi viejo y sabio gurú: las guerras, crisis y epidemias traen dolor y tragedia al mundo, pero también una necesaria higiene.
Que Dios se apiade de nuestro lápiz de labios...

viernes, 17 de octubre de 2008

Duque de la eternidad



Podría ser perfectamente uno de los títulos aristocráticos de Dios, e imaginártelo tan elegante como Gene Chandler. Y tan negro, por qué no.
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Esa era precisamente la pregunta que se hacía una ecuménica canción, absolutamente proDomund, que me enseñaron en el colegio, ¿De qué color es la piel de Dios?, y que cantábamos en versión acústica o unplugged, con una monja yeyé tocando la guitarra, en aquella época gloriosa del folk cristiano que el Concilio Vaticano II trajo a las iglesias.
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La copla dejaba claro que la piel de Dios es multitonal o technicolor, por aquello de integrar en su Divina Epidermis a todas las razas del mundo. Al fin y al cabo la paleta de colores la inventó él, lo cual es algo que a los racistas y xenófobos se les olvida a menudo.
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A mí lo del tono exacto de la Suprema Tez es algo que me la ha traído siempre al fresco. Lo que sí me he preguntado más de una vez es cómo sonará su voz, si es que suena. A lo mejor se comunica por telepatía, como el ser avanzado y elevado que es.


Pero no: algún sonido ha de emitir, aunque sea en altísima o bajísima frecuencia. No son meras especulaciones: en la Biblia puede leerse, sin género de dudas, que le habló directamente a algunos de sus más notorios personajes: Moisés, Enoc, Isaac...



Sobre este asunto particular, la tradición cabalista judía asegura que nadie puede hablar con Dios, porque escuchar su voz atronadora te desintegraría. De modo que a lo mejor Dios es sólo un vozarrón, una especie de megáfono cósmico.
Y fueron sus cuerdas vocales como rascacielos de Dubai las que le dieron sentido a todo. Ya lo dice la Biblia nada más empezar: Al principio fue el Verbo… El mismo que ordenó oralmente que se hiciera la luz. El que fue creando las cosas a medida que las iba pronunciando. Hasta entonces no eran nada, no existían. Y no existían porque no tenían nombre.
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La palabra constituye por tanto la verdadera esencia de las cosas. La que testifica su identidad. La razón de su existencia. La que las define y determina.
No sólo eso: en el momento en el que nombras algo, lo haces tuyo, lo posees y en cierto modo lo mancillas; es, de hecho, una manera de violarlo. Por eso, para la tradición religiosa judía, el nombre de Dios es sagrado. Nadie debe conocerlo, nadie debe mencionarlo porque hacerlo sería la peor de las profanaciones.
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Con lo que, para los judíos ortodoxos, el nombre de Dios es tan tabú que ni se dice, ni se escribe, ni se peina ni se pone la mantilla hasta que no venga su novio de la guerra de Melilla (la religión es lo que tiene, que es muy sacrificada).
De todas formas, y ya para concluir, admito que esto de preguntarse a qué suena la voz de Dios es una cuestión metafísica tan inútil como las que plantea la inefable Coixet en sus anuncios de compresas (a qué huelen las nubes y tal).
Aunque ni tan cursi ni, sobre todo, tan idiota...

miércoles, 15 de octubre de 2008

Herencia gitana


Las palabras pueden hacer mucha pupa. Y, al mismo tiempo, confortar, acariciar o caer del cielo como un maná. Esto cuando se pronuncian con los mejores deseos. En el caso contrario, más vale que te apartes de su radio de alcance: pueden ser muy perjudiciales para tu aura o tu salud.
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Esa es la principal cualidad de las palabras: su ambigüedad. Pueden ser providenciales o inoportunas, discretas o altisonantes, prudentes o temerarias.
Pueden estallar como una bomba o ser suaves como el culo de un bebé.
Pueden ser una invitación o un ultimátum.
Rompen el hielo, el silencio y también corazones.
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No comparto por tanto el mensaje pesimista de ese himno trasgeneracional que es Enjoy the silence: las palabras sólo pueden hacer daño.
Esto no es del todo así; por fortuna tiene su contrapartida. Con las palabras se puede practicar vudú oral, de acuerdo, pero también sanar leprosos, convencer multitudes y hasta mover montañas. O conmover desde la montaña con un memorable sermón. Las palabras vienen de fábrica con atributos chamánicos.
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Todas las palabras son mágicas, todas tienen poder. Algunas más que otras, pero todas, con la adecuada intención, ejercen su efecto.
Por eso deseamos salud a quien estornuda (O Jesús, para espantar los demonios que se supone expulsa en ese momento), por eso rezamos pidiendo algo, por eso hacemos un brindis por los novios o deseamos suerte a quien la va a necesitar.
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Todo esto no son sino simpáticas y espontáneas demostraciones de magia blanca, por más que muchos no seamos conscientes de ello.
Las palabras, sin embargo, no sólo sirven de conjuro positivo o talismán: ofrecen igualmente un reverso tenebroso, respondiendo a la ley inexorable del yin y el yang, con lo que también pueden utilizarse para lanzar al prójimo, con toda nuestra inquina, mal de ojo y maldiciones.


Para esto de las maldiciones a mí me gustan especialmente las gitanas, que son de lo más creativas. Que es la etnia con más mala leche lo demuestran frases como esta: “Mala condición, así te mueras de un cáncer en el coño”. Lo del cáncer es algo que no tienen muy claro y que creen ataca cualquier cosa, porque te lo desean hasta en las gafas.
Si es que son burras para todo, lo que hace que sus maldiciones, además de retorcidas, suenen de lo más saladas.
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La mejor maldición gitana que han registrado mis anales se la escuché a una que, después de leerme la mano y predecirme que algún día sería emperatriz de Francia, cuando en vez del billete de 10 euros, que era lo que me pedía, le entregué un bonometro usado, me dedicó:
“Ojalá acabes como una sartén, con el culo quemao y colgao d’un ojo.”
Ole, ole y ole.
¿Y qué me decís del ole, esa palabra-comodín que les sirve a los andaluces para un roto y un descosido y que, según la copla, carece de explicación?
Esto de las palabras ya no es que sea brujería, es que puede ser un enredo de lo más diabólico.

lunes, 13 de octubre de 2008

De chantajes morales, libros malditos y lenguas muertas

Una de tantas agencias de comunicación me envía estos días un mail con un título de lo más sugerente: “Tú eliges entre Dios o Satán”,lo que para alguien como yo, que se columpia continuamente entre la fidelidad a uno u otro, suena a la típica pregunta que te hacen de niño mientras te pellizcan el moflete, la de a quién quieres más, si a mamá o a papá.

Por supuesto, picado por la curiosidad, lo abrí enseguida. Yo esperaba que me dieran alguna clave para decidirme definitivamente por uno u otro, con tablas comparadas de pros y contras, ventajas y desventajas; algo así.
Pero no. Cuál no sería mi shock cuando descubrí que dicha agencia promociona a la vez, y sin que parezca suponerles ningún conflicto, dos libros de contenido espiritual diametralmente opuesto, por no decir que practican kick boxing entre ellos si se les deja juntos sobre la misma mesa.


Uno es la "Biblia Satánica" de Anton LaVey, el llamado papa negro y fundador de la Iglesia de Satán, personaje siempre preferible al repugnante y sobredimensionado Alistair Crowley.
Su biblia contiene un mensaje mucho más positivo y revelador acerca de la verdadera naturaleza del diablo de lo que cabría esperar; digamos que no anda nada descaminado y es, desde luego, mucho menos temerario que el abad de Thelema.

El otro es el último best seller del tándem formado por Tim La Haye y Bob Philips, autores norteamericanos de novelas fundamentalistas cristianas bastante tremendistas en las que los protagonistas, guerreros de la fe, están siempre combatiendo las fuerzas del mal mientras el Día del Juicio Final se les echa encima.
Es más, según Tim La Haye, es sólo cuestión de tiempo. Y es que Tim, pese a tener nueve nietos, contempla un futuro bastante negro. La nota de prensa asegura que es experto en profecías, pero esto yo no me lo creo.
Profetas autoproclamados ha habido y habrá muchos, y llevan anunciando el fin del mundo desde que el ídem es ídem. Y lo cierto es que nunca acaba.

Lo más gracioso del asunto es que, el día que esto se vaya definitivamente a tomar por culo, por la causa que sea, no serán capaces de anticiparlo; les pillará por sorpresa, como a todos los demás.
Lo que es indiscutible es que la pareja La Haye-Philips reinventa el Apocalipsis en cada nuevo libro, embolsándose de paso unos cuantos millones de dólares.

Que la religión, especialmente en Estados Unidos, se haya convertido en un negocio obsceno no es nada nuevo.
Que la misma agencia de prensa promocione sin problemas dos libros tan radicalmente enfrentados sí es novedad, pero tampoco me choca ni me sorprende.
El dinero hoy día lo puede y ensucia todo. Es el fetiche de la tribu. El ídolo ante el que todos nos postramos y arrastramos como lombrices.

Conozco una farmacia opusina en Pop-zuelo donde, acogiéndose a una cláusula moral, se niegan a venderte preservativos, pero es la rarísima excepción que confirma la regla. Lo normal es que, cuando hay bisnes de por medio, sobren los escrúpulos.
Yo no sé por qué me dan a elegir entre Dios o Satán, si estamos todos vendidos al dinero.

El caso es que la última obra de ficción cristiana de Tim y Bob se llama “La escritura en la pared”, evocando el incidente que tuvo lugar milenios atrás cuando en el banquete de un pérfido rey babilonio una mano fantasmagórica trazó sobre el muro tres palabras misteriosas: Mene, Tequel y Uparsin.

No me voy a poner ahora a desentrañar su mensaje. Ya lo hizo por mí el profeta Daniel, con una interpretación entre creativa e intuitiva que pasó por aceptable. Unos dicen que las tres palabras pertenecían a la Lengua de Enoch, arcaico idioma celestial que hablaban Dios y los ángeles y que también entendía Adán.
Otros afirman que era la lengua de los habitantes de la Atlántida.
Vete a saber.

Lo cierto es que no hay mayor reto intelectual ni acertijo más fascinante que el que ofrece un lenguaje ignoto o secreto, testimonio de una cultura iniciática o de una civilización desaparecida.
Nada puede excitar más la imaginación que encontrarte con un código enigma o un lenguaje arcano que no se puede descifrar, como el del Manuscrito Voynich.

Encriptar el texto le confiere una doble carga mágica. Es reforzar su potencial. Y su misterio. Ahí radica principalmente el sex appeal de los conjuros y hechizos, de los tratados de alquimia, de los manuscritos inexplicables, de las inscripciones en piedras milenarias, de los jeroglíficos.
De las palabras enigmáticas que nadie conoce y cuyo significado se ha perdido en la noche de los tiempos.
A veces hay alguien cerca que es capaz de interpretarlas, como el profeta Daniel. Otras en cambio no, y permanecen ahí, herméticas, indescifrables, como runas o criptogramas de una lengua que quizá hablaban los dinosaurios o que tal vez nos fue enseñada por nuestros progenitores del espacio, esos dioses alienígenas que, según unos, provenían de Sirio y, según otros, de Nibiru, el duodécimo planeta.
De nuevo, vete a saber.
Aunque en este caso particular, y si es verdad que en 2012 contactaremos con ellos, ya nos sacarán de dudas.

Aguda observación


"He oído hablar de libros sagrados, pero nunca de radios sagradas o televisores sagrados."

Jorge Luis Borges

jueves, 9 de octubre de 2008

Abracadabra



"Por encima de la ciencia está la magia, porque esta es continuación de aquella, no como efecto sino como perfección de la ciencia."

Etteilla


Abracadabra.
La palabra que es en sí misma una fórmula mágica.
Hay muchas otras, pero están en esta.
La clave que activa hechizos y encantamientos, la llave universal que abre corazones, reinos secretos y cuevas selladas repletas de tesoros.
Nadie sabe cuál es su origen o de qué lengua viene, y hoy día su conocimiento se ha vulgarizado tanto que ha perdido parte de su efectividad.
Pese a todo sigue siendo eficaz, acompañada de los ritos adecuados, para invocar un repertorio variado de espíritus y demonios.
(Por favor, no lo intentéis en vuestras casas: es demasiado arriesgado).
Si hay una palabra que es fuente de magia y mastercard de lo arcano, esa es abracadabra.

martes, 7 de octubre de 2008

viernes, 3 de octubre de 2008

Escrito en la pared II




Sección "Idealistas, soñadores y poetas".