domingo, 5 de febrero de 2017

Bienvenido, Mister Himmler

El aeropuerto de Barajas, engalanado para recibir a Himmler.

Sinceramente, no puede ser que en este país no se pueda hablar con normalidad de ciertas cosas. No es de recibo, por más que a muchos les parezca que sí, que haya un periodo de nuestra historia sobre el que haya que pasar siempre de puntillas, procurando no hacer ruido, sin molestar. Cuestión de estrategias ante un pasado molesto: los avestruces esconden la cabeza bajo el ala, nosotros lo barremos bajo la alfombra.

Himmler en Las Ventas, disfrutando de una tarde de toros en su honor.

Y esto no es para nada sano. Los esqueletos en el armario solo se pueden ocultar durante un tiempo: tarde o temprano hay que sacarlos a ventilar. Es como el grano que se infla de pus pero no revienta, una especie de podredumbre interna que prefiere dejarse pudrir más y más hasta hacer el ambiente irrespirable y la visión, borrosa. 
Y el pasado hay que exponerlo al foco, a la claridad. Aunque al principio nos escueza, el efecto es terapéutico: si se anima a las personas a soltar la mierda que guardan dentro, no sé por qué con un país va a ser distinto. Nadie dijo que el proceso no fuera doloroso, pero se siente un enorme alivio, liberados colectivamente al fin de una carga muy pesada. 

Himmler desfilando por Gran Vía.

No se pueden mantener zonas de sombra en nuestro pasado. Hay que derramar luz sobre todos sus rincones; bastante oscura es esa época ya para hacerla más oscura. Lo habitual en este asunto, sin embargo, es correr un tupido velo. Y si te atreves a descorrerlo para que entre aire y sobre todo luz aun a costa de descubrir mucho polvo y telarañas, siempre te vienen con los mismos reproches: ‘Qué falta hacía hablar de eso’.

La misma que hace que Mary Beard nos cuente cómo vivían los romanos. Es curiosidad histórica, es conocer nuestro pasado, a veces sin más intención que esa. Pero aquí hay ciertos callos sensibles que más vale no pisar. 
Así las cosas, fui consciente de que mi libro sobre la arquitectura franquista de posguerra, la que se construyó principalmente en Madrid y toda España en la década de 1940, iba a ser para muchos una provocación. Y más cuando me atrevo a tildarla de ‘arquitectura fascista a la española’.

Escolta de guardia mora y esvásticas al paso por Madrid del jerarca nazi que diseñó la solución final para los judíos de Europa.

Por supuesto, ante mi osadía de llamar a las cosas por su nombre, ya sabía de antemano que muchas personas me iban a arrugar el hocico como si estuvieran oliendo bosta fresca. Y que otras se iban a acercar al libro con una gran prevención. Contaba con ello. Era el precio a pagar y lo tenía asumido. Pero no me ha hecho cambiar mi opinión. Es más, me reafirmo: la arquitectura franquista de posguerra era una arquitectura fascista a la española, y datos como el que voy a dar ahora -y que no mucha gente conoce- no hacen más que darme la razón.


Entre mayo y octubre del año 1942 se celebró en Madrid una Exposición de Arquitectura Contemporánea Hispano-Alemana, inaugurada por el mismo Franco en el Palacio de Cristal del Retiro

Comisariada por Albert Speer, el arquitecto de Hitler, y patrocinada por Pedro Muguruza (autor del Valle de los Caídos y falangista acérrimo), la exposición fue todo un éxito, sobre todo político.



Sobre ella se dijeron entonces muchas lindezas rimbombantes, como que la monumental grandiosidad nacionalsocialista significaba ‘ensanchar las perspectivas del hombre, ensanchar las perspectivas del mundo…’ A los que la visitaron y comentaron, la nueva arquitectura germana les pareció ‘la fiel traducción del espíritu del Tercer Reich’. 
Alguien también escribió: ‘Las nuevas arquitecturas de España y de Alemania son paralelas al pensamiento político. El nuevo estilo de las construcciones en España es consecuencia lógica de una voluntad y un pensamiento colectivo. En el planteamiento y solución de estos problemas existe una clara coincidencia entre los dos países’.

O viva la amistad de los pueblos español y alemán, enlazados entonces por una parecida unidad de destino en lo universal. Mientras la muerte de 7 000 españoles empezaba a consumarse en el campo de Mauthausen, la España oficial de entonces vivía deslumbrada con el poderío invencible de Alemania, para la que los primeros años de la 2ªGM estaban siendo un triunfante paseo militar. 


Los generales africanistas españoles miraban a sus colegas alemanes con una envidia y una admiración que eran incapaces de disimular, por más que muchos de ellos fueran unos ceporros a los que las tácticas de la guerra moderna les parecían jeroglíficos de Ocón de Oro
Pero no solo los militares miraban sin disimulo a la Alemania nazi. También lo hacían los arquitectos españoles afectos al régimen, buscando inspiración para la nueva ‘arquitectura nacional’ que se pretendía construir aquí. Su objetivo: imitar la grandilocuente arquitectura alemana dentro de unas claves de estilo más españolas y enraizadas en nuestra ‘gloriosa tradición’.


Por eso, con motivo de la citada exposición, lo que aquí se esperaba era que, en un futuro próximo, ‘junto a nombres de arquitectos alemanes como Troots, Ruff y Speer, o de arquitectos italianos como Enrico del Debbio, el constructor del Foro Itálico, o Marcello Placentini, constructor del Estadio Urbis en la Roma de Mussolini, vivirán nombres de arquitectos españoles.’

Seguro que Pedro Muguruza soñaba con formar parte de ese nuevo Olimpo. La exposición, por cierto, se trasladó luego a Barcelona, donde al parecer, y según se cuenta aquí, provocó el mismo entusiasmo.


Así que denominar a la arquitectura franquista de posguerra como ‘arquitectura fascista a la española’ ni es exagerado ni está fuera de lugar, sobre todo cuando los hechos históricos lo vuelven a corroborar tan tercamente.


Bibliografía: ‘El Valle de los Caídos: los secretos de la cripta franquista’ de Daniel Sueiro (Sedmay, 1977-Argos Vergara, 1983).