lunes, 29 de marzo de 2010

Estropea tu televisor (elegía a una sofa queen)


Lo confieso: estoy dominado por un vicio al que no me puedo resistir: la tele.
Uno de los más geniales inventos de la humanidad, el tercer ojo de nuestra civilización con efecto Valium 10 mg.
Me dopa, me seda como la seda, me narcotiza. Sé que no soy libre, pero no me importa entregarle mi libertad. Ella a cambio me entretiene y tranquiliza.
Es un remanso de escapismo en la turbulenta vida diaria. La conecto y zas, me desconecto. Ya puedo tener la preocupación más grave en la cabeza que lo olvido todo, es instantáneo.
A mí dadme pantallas de plasma, home cinema, DVD. Un universo cerrado y autosuficiente. Enajenado pero feliz.

-No puedes seguir así -me reprochan por todos lados-. Pasas demasiado tiempo delante de la tele. Estás completamente alienado, Índigo Jones.

¿Y qué?, les digo bostezando, aburrido de darle vueltas y más vueltas a la misma cuestión, sin dejar de zapear con el mando.
¿Acaso es culpa mía esta dependencia total de la pequeña pantalla?
Soy un hijo de la tele, soy un yonki de la tele, catódico, apostólico y romano.
La TV me guía con la Guía de la TV. La tele es autorreferencial, como yo.
La tele es la realidad, la realidad es la tele, ya ni siquiera me importa.

-Eres un adicto, diagnostican con frialdad.

¿Enfermo yo? Para nada, yo controlo. Puedo prescindir de la tele, qué os creéis. Ayer, por ejemplo, la apagué un par de minutos, y fue una experiencia nueva: el mundo parecía distinto.
No lo aguanté mucho tiempo. Me entró el mono enseguida, exigente, virulento, y, echando mano del mando, la volví a encender. Mis temblores y sudores cesaron. Fue instantáneo, como siempre.
Tal como están las cosas, presumo que toda resistencia es inútil. No hay nada que hacer. Llevo el mensaje de la televisión tatuado en la piel. O más bien implantado: un pequeño monitor avanzado multimedia TFT, apenas 2 x 2 pulgadas, en el antebrazo derecho.


Ahora lo tengo encendido. Estoy viendo un canal por cable, la Liga de Fútbol entre primates, un partido entre gorilas africanos y orangutanes malayos...
A quién se le ocurre; van a machacar a los gorilas... Aunque cuentan con Twingo; ese gorila ruandés es muy buen delantero... Míralo, ahí lo tienes ahora, avanzando como un rayo peludo por el campo contrario, esquivándolos a todos... hey, hey, heeeey!... ¡Uuuuuuy! ¡Qué cerca ha estado el mico de meter un gol!

Fräulein Doktor, secamente, me interrumpió:

-Señor Jones, le recuerdo que se encuentra en una clínica de desintoxicación. Está terminantemente prohibido cualquier aparato de televisión o sistema multimedia en este recinto.

-Sí, sí, respondí yo, como un niño pillado en falta, y apagué la tele de mi antebrazo.

Estábamos todos sentados en semicírculo ante Fräulein Doktor, acomodada en el centro sobre una silla de acero tan frío como ella. Es la que dirige la terapia, así que supongo que no le ha hecho mucha gracia verla ruidosamente interferida por la emoción de un partido de fútbol.


Su agrio reproche no se hace esperar, dirigiéndome una mirada dura como una piedra:

-Corríjame si me equivoco, señor Jones, pero ustedes han acudido aquí voluntariamente para que les curemos de una dependencia deplorable. Y todos nosotros, un equipo de excelentes profesionales, estamos aquí para hacerles comprender que la realidad no es menos que la televisión. Que la realidad es lo real, lo interesante, lo que vale la pena vivir. Queremos ayudarles a recuperar el contacto con ella. Pero esa actitud suya no nos ayuda nada. Me temo que no podremos seguir con la terapia en su caso si no corta radicalmente con el vicio.

-Está bien -rezongué incómodo-. No volverá a ocurrir.

-Eso espero, bufó ella, y entonces dijo: Bien, ¿quién quiere hablar ahora?

Uno de los que estaban sentados en hemiciclo junto a mí se levantó.

-Hola -dijo con voz pastosa-. Me llamo Alistair López, soy un teleadicto anónimo y hace 57 horas que no veo la televisión...

Me costó entenderle porque no vocalizaba bien. Pero lo suyo no era un problema de logopedia: estaba dopado.
Le miré y descubrí varios parches dérmicos en su cuello y brazos, seguramente calmantes, de efecto, no obstante, más que dudoso: saltaba a la vista que el desgraciado padecía un síndrome de abstinencia tremendo; era evidente por cómo temblaba y se retorcía la ropa con las manos; sus ojos, por otra parte, se desorbitaban con expresión ansiosa y demente.
No pude evitar compadecerle.
Qué lástima, pensé, cómo puede una fea dependencia arruinar la vida de un ser humano. Allí teníamos un patético ejemplo. Pero había más. A continuación se levantó otro, un fulano igual de consumido y alterado.

-En mi caso -dijo-, la televisión es casi irresistible. No puedo pasar por alto el televisor encendido. Se me hace imposible apagarlo...

Otro pobre diablo, pensé, meneando compasivamente la cabeza.



Fräulein Doktor, a quien el incidente futbolero ya la había predispuesto contra mí, notó, por mis brazos cruzados en el pecho y mi ceja alzada con desprecio, que yo no estaba muy receptivo.

-¿Por qué sonríe así, señor Jones? ¿Le parece cómico el testimonio de nuestro amigo? Pues bien, díganos, ¿cómo es el suyo?

Yo me puse de pie y simplemente dije:

-Hola, me llamo Índigo Jones y no creo que me pueda librar de este hábito. Me gusta demasiado la televisión.

A Fräulein Doktor esta serena autoafirmación le pareció un acto de sedición intolerable. Lanzándome una mirada afilada dijo:

-¿Ah, sí? ¿Está seguro? Yo le demostraré que aquí no hay casos perdidos.


Llamó a los enfermeros por el sistema bluetooth de la sala, conectado en todo momento con la centralita. Poco después aparecieron varios y ella me señaló con la gélida perfidia de un emperador romano que condena a muerte a un gladiador.

-Llévenselo a la celda de castigo, ordenó sin más.

Me lo esperaba, una de sus típicas represalias.
Fräulein Doktor tenía fama de hueso. Y lo era. Pero sabía, muerta de celos, que yo la superaba, que yo era todavía más duro de roer que ella.
No obstante, para comprender esto hay que explicar cómo se inició nuestra relación, tan ambigua y pasional desde el primer momento.
Todo empezó el día en que ingresé en la clínica. El primer trámite fue una entrevista personal, a cargo precisamente de Fräulein Doktor.
Al entrar en su despacho y verla sentada tan adusta y vertical, me percaté enseguida de lo rígida que era. El interrogatorio que vino después me lo confirmó.


Con esa mirada dura tan suya, sentados frente a frente en su despacho, comenzó preguntándome:

-¿Cuántos años tenía cuando se envició con la televisión?

Respondí con naturalidad:

-Como diez años. Tan pronto como llegaba a casa después de clases, encendía el televisor. Primero veía los dibujos animados y los programas infantiles. Entonces venía el noticiario... Y yo me iba a la cocina a buscar algo de comer. Después seguía frente a la televisión hasta que me daba sueño.

Ella, científicamente imperturbable, prosiguió:

-¿Le ha afectado el haber dedicado tanto tiempo a la televisión?


Me concentré unos instantes.

-Sí –dije al fin -. A veces, cuando estoy con otras personas, me las quedo mirando fijamente -como si estuviera viendo un programa de televisión-, en vez de participar en la conversación. Quisiera tratar mejor con la gente.

-Pero usted tendrá amigos, ¿no?

-Mi amigo es el televisor.

Ella apagó la grabadora sobre la mesa y dijo:

-Su caso es mucho peor de lo que pensábamos.


A irredentos como yo Fräulein Doktor les aplicaba una terapia detox de choque: la Semana sin Televisión.
Yo había oído historias terribles acerca de esta experiencia.
Muchos no la habían superado. Algunos que habían pasado por ella te contaban, con cara de genuino horror: “La presión era tremenda. Seguían viniéndome las ganas de encenderla y me peleaba con un mando invisible. Estuve a punto de volverme loco.” Otros, de hecho, se volvían.
La estadística probaba que quien no salía mentalmente trastornado de la durísima terapia, lo hacía irremisiblemente deprimido.
Pero, para asombro de Fräulein Doktor, yo no sólo salí airoso sino que me hice camisetas en las que ponía “Yo sobreviví a la Semana de la Televisión”.
Las vendí como si fueran smartphones. Me las quitaban de las manos. Se pusieron de moda, eran cool. Todo el mundo –internos, enfermeros, visitas- parecía llevar una por los pasillos y salas de la clínica.


Fräulein Doktor lo encajó mal y se puso excesivamente rabiosa; yo había pasado para ella del reto profesional al desafío personal, y en cualquier caso había ganado.
Alguien la descubrió en un cuarto de baño, llorando de impotencia mientras desgarraba a jirones con las manos una de mis populares camisetas.

martes, 23 de marzo de 2010

Narcotectura


O Arquitectura & Drogas, que es como podría haberse llamado también esta entrada.
En principio parece que la única relación posible entre ellas es la que establecen populares instituciones como las granjas de rehabilitación, las clínicas de desintoxicación y, a nivel de barrio, la narcosala (palabra que, técnicamente, podría aplicarse igualmente a fiestas y chill-outs particulares).


Pues no, resulta que hay algo más, un fenómeno floreciente y fascinante que surgió entre los capos de la droga colombianos allá por los 90 y que ha fraguado en todo su esplendor de orquídea de plástico entre los señores afganos de la heroína.
Sólo hay que darse una vuelta por las áreas residenciales de Kabul y especialmente Herat, centro neurálgico del tráfico de opio, para admirar estos monumentos al kitsch de nuevo rico podrido de dinero pero sin micra de gusto.
Admito que para saber apreciarlos en toda su magnitud hay que mentalizarse previamente, haciéndose limpieza síquica de prejuicios. Y tiene que ser una buena purga: no puede quedar ni uno.
No hay otra manera de enfrentarse a estas mansiones extravagantes, caprichos o follies arquitectónicas dignas de un rey loco de Baviera o del Walt Disney más inspirado. Los narcos se las hacen erigir a la mayor gloria de su estatus y vanidad, y es a este delirio de palacios a lo que se denomina Narcotectura, neologismo formado a partir de la contracción de narco y arquitectura.


Estilísticamente es demencial, pastelera, incoherente, aparatosa, pretenciosa hasta la sobredosis (por muy yonki visual y cultural que seas) y extraordinariamente guachafa, que es ese hallazgo del slang peruano para aquello entre lo cursi y hortera.
Podría describirse como un popurrí o melting pot desenfadado que mezcla elementos occidentales (como columnas clásicas, cristaleras de rascacielos o balaustradas) con otros orientales (picos de pagoda, celosías, arcos fantasía). El resultado, que deja patidifuso, es un escenario difuso entre Miami Vice y Xanadú, un decorado de Bollywood con algo de discoteca-casino de Lloret de Mar. Es lo que tiene un mundo globalizado, que lleva a estos divertidos extremos de promiscuidad.


Otra consecuencia de esta alianza perversa de civilizaciones es llegar a la definitiva conclusión de que antes, en los buenos viejos tiempos, la gente rica era exquisita y refinada, pero ahora, entre los futbolistas british y sus señoras, los jeques de Dubai, los mafiosos rusos y los gañanes que se hacen ricos con el ladrillo, bien como constructores o como concejales corruptos, el dinero y el buen gusto hace mucho tiempo ya que tomaron caminos muy distintos.
Y si acaso algún día vuelven a reencontrarse, por pura casualidad, dudo mucho que renazca el romance y se pongan, como antaño, a bailar juntos un vals.

domingo, 14 de marzo de 2010

Las hombreras nunca se fueron



Al menos de las puertas de los lavabos de algunos bares, con esos figurines para él y ella que parecen diseñados por el Jesús del Pozo que sentaba cátedra en la calle Almirante en los años 80.
Algunas reliquias urbanas son de lo más modernas.