miércoles, 18 de agosto de 2010

Valla por diós


Eso, valla por diós. Y menos mal que no es electrificada.


Este es el cuadro que me encontré este año en la piscina en la que me he bañado desde niño, convertida inopinadamente en un corralito acuático.
Yo al principio me asomé con precaución al agua por encima de la verja, a ver si es que habían reciclado la piscina, con esto de la crisis, en un vivero de pirañas o cocodrilos.
Pero no, nada de eso.

Según la nueva normativa, había que cercar todo su perímetro. Por motivos de seguridad, me informaron. Para proteger a los niños, ya sabe. Que no les ocurran accidentes.
Vale, vale. El caso es que la gente nada dentro y parecen las reclusas de Telephone haciéndose unos largos en esa piscina que es lo único que le falta al vídeo.
Yo al menos me sentí así.

Además de nostálgico, muy nostálgico, y triste, muy triste.
Año tras año y según la normativa crece como una hidra insaciable, a la piscina de mi infancia le pasa como al Parque de Atracciones que conocí de niño, que está irreconocible.
Hay normas que puedo entender, siquiera por higiene, como que en su día obligaran a quitar el circuito cerrado de lavapiés que la rodeaba.
Pero poner una verja de alambre justo en el borde me parece ya de locos, desproporcionado, completamente ridículo.


El eslogan este tan recurrente de "es por su seguridad" me está empezando a reventar las pelotas.
En realidad es una obsesión por reducir y ceñir cada día más nuestro comportamiento.
Nos están convirtiendo en animalitos enjaulados, y lo peor de todo es que, mientras tengamos un cacharrito tecnológico con el que flipar, nos da igual.
Por otro lado no me extraña: la realidad digital es, en comparación, cada vez más acogedora y cálida.

El día que llegué a la piscina y vi esa alambrada guantanamera, guajira guantanamera, me puse a protestar, y con razón.
Por ese mismo borde ahora vallado correteábamos de niños mis amigos y yo, todos los críos de la urbanización, y nos tirábamos uno detrás de otro en bomba o de cabeza.
Y no pasaba nada.
Como mucho, un resbalón, que uno se cayera encima de otro en el agua (más que nada por hacer el burro) y, lo más aparatoso que recuerdo, que un chaval se partiera una pierna.

Pero coño, es que por otra parte es lo que procede.
Igual que los ternerillos y los potros cuando nacen, que intentan ponerse de pie y se caen y trastabillean hasta lograrlo, los niños deben vivir fuera, explorar, correr, saltar, desfogarse y sí, también caerse, más de una, y hacerse pupa y venir llorando y desollarse las rodillas y romperse un brazo o dislocarse un hombro trepando a un árbol.
No diré que como fase normal de su desarrollo porque es una pijada.
Es, simplemente, lo natural.


Hace tiempo que me vengo fijando en esto, los contados niños que veo hoy día con un brazo o una pierna rotos, portando esa escayola grafiteada con rotulador o boli por todos los coleguitas y compañeros de clase.
Me acuerdo de un chico en el colegio que se rompió el brazo y, el mismo día que por fin le quitaron la escayola, haciendo el cafre en el patio, volvió a quebrárselo.
Estos percances y otras brechas son las necesarias cicatrices de la infancia, como el soldado tiene las suyas, y feliz recuerdo, cuando eres adulto, de unos ritos necesarios.

Con los niños de hoy día pasa como con las plantas de AZCA de hace unos posteos, que los estamos desnaturalizando.
O agilipollando. O adocenando. O ablandando.
O todo ello a la vez.
Yo entiendo que haya cierta alarma social con lo de los pedófilos, y cierta prevención, pero lo de algunos padres con sus hijos (que suele ser uno y sobreprotegido) ya rebasa la histeria.

Suma a esto que los cachorros humanos de ahora son hikikomoris en distintos grados: viven su ocio alienados, tecleando entre múltiples pantallas en esa fortaleza doméstica de seguridad que son sus cuartos.
La calle ya no la pisan y el patio en el recreo tampoco, porque ese rato también lo ocupan en actividades extraescolares.
Así no me extraña que me cruce con ellos en sus uniformes y, al revés que antaño, no les vea ni una rodilla rasguñada.
Por no ver, no los ves ni con la ropa sucia.
A los niños de ahora ya no les ponen rodilleras o coderas porque no les hacen falta.
Se están trasformando en larvas.


Pero volvamos al miedo-por-lo-que-le-pueda-pasar-al-niño, y más con tanto perturbado suelto.
Repito que cierta prevención la entiendo. Lo que ya no me entra en la cabeza es este miedo casi patológico, llevado a extremos neuróticos, siguiendo el insano modelo de la sociedad americana y su cultura del pánico.
Como si el panorama fuera nuevo.
La gente tiende a olvidar que pederastas, hombres del saco, sicópatas, vampiros de Düsseldorf y depravados varios ha habido siempre, desde que la humanidad es tal (Y gracias que hemos corregido, como especie, algunas aberraciones que solíamos practicar con los niños, como matarlos al nacer, sacrificarlos en rituales o venderlos).
Pero sí, en efecto: antes que Madeleine estuvo el hijo de Charles Lindbergh, y antes aún la Condesa Báthory y antes Herodes...
Y eso que, dejándonos de adultos crueles, los peores enemigos de nuestros hijos son a menudo ellos mismos. Ahí están para demostrarlo niños asesinos de niños como Jesse Pomeroy, el argentino Petiso Orejudo o la pareja formada por Jon Venables y Rob Thompson, el dúo tierno y letal de Liverpool.


Porque esta es otra cosa que me hace mucha gracia.
Parece que toda una armada de sujetos despreciables se ha puesto de acuerdo estos últimos años para asaltar nuestras calles y abusar de nuestros hijos, ofensiva desalmada en la que habría que incluir a una tropa de curas y sacerdotes.



Pero no, no es así: lo único que ocurre es que, como con la violencia doméstica, ahora se denuncia y se combate. Pero la figura del pervertido infanticida, insisto, existe desde siempre.
Si no, de qué nos iban a advertir desde hace generaciones que no habláramos con extraños. Que no nos fuéramos con nadie que nos ofreciera cosas, un caramelo, lo que fuera. Que no atravesarámos descampados, que no volviéramos de noche. En fin, los temores racionales y de perfil sensatamente bajo de unos padres preocupados por sus hijos.
Y nos prevenían porque mis abuelos y mis padres sabían que hay individuos así, sólo que ni ellos ni nadie hasta hace poco los conocía por el nombre por el que los conocemos todos ahora, "pedófilos".


Pero ese es el hecho, que siempre han existido, aunque ahora se encuentren más acorralados y estigmatizados por la opinión pública.
¿Y dejábamos de jugar en la calle hasta las tantas en verano? Para nada.
¿Y dejaba de regresar del cole andando a casa? Tampoco.
Te digo otra cosa, tampoco existían esos sitios impersonales y masificados en los que perderse fácilmente o ser subrepticiamente raptado. Esos macrocentros comerciales. Esos parkings grandes y desolados. Esos megaparques temáticos.
Menos mal que, por su seguridad, ahora por todas partes hay cámaras vigilando.

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