jueves, 19 de mayo de 2011

Los pájaros II


Por alguna extraña razón, siempre que veo una jaula vacía, me entra mal rollo.
Es como una casa desahuciada, o una en la que se ha muerto alguien. Como que le falta el alma, su razón de existir.
Una jaula vacía es la cosa con menos sentido del mundo. Necesita un pájaro dentro. Si no, es un objeto absurdo.

Hablando de jaulas con pájaros, antes, no hace muchos años, todavía colgaban en abundancia de ventanas y balcones, con sus canarios y jilgueros. Y hasta quedaba algún vecino que cuidaba de un palomar en el tejado. Tampoco era inusual llegar a casa de alguien y que te saludara un loro, encaramado a una percha en el salón como un complemento decorativo más.
Ahora ya casi no veo jaulas en las ventanas, las únicas palomas son las que malviven y rapiñan en la calle y en cuanto a loros, ya no los ves en los salones burgueses -que prefieren animales exóticos en peligro de extinción- sino volando en libertad, invadiendo parques enteros.

Y no sé vosotros, pero yo siempre que veo una de estas colonias de cotorras argentinas tupiendo las ramas de un árbol, me intranquilizo.
En realidad, siempre que descubro cualquier concentración de pájaros.
No me preguntéis por qué, pero como que me siento amenazado.


Los pájaros tienen una cualidad ciertamente inquietante. Algo que conecta con nuestros miedos más profundos, quizá por el hecho de saber que son dinosaurios con alas y, por tanto, potenciales depredadores.
Hitchcock supo reflejar muy bien este temor ancestral en una de sus películas más populares.
El caso es que llega un momento en que repelen y se perciben incluso como una amenaza.

En el jardín de casa solíamos dejar en invierno los restos picados de pan duro para que se los comieran los pájaros. En pocos momentos se congregaba una bandada impresionante de las más distintas especies y tamaños.
Nosotros acabábamos mirándolos asustados y nerviosos a través de la ventana del salón, mientras iban juntándose más y más, aterrizando uno detrás de otro, graznando y piando, arremolinándose, invadiendo el jardín, disputando las migas a picotazos, con esos mismos picos con los que podían abalanzarse sobre ti y sacarte los ojos...
Hasta que un día fue tal la cantidad de pájaros hambrientos que se posaron fuera que llegamos a sentir pánico, y desde ese día no les volvimos a dejar pan duro en el jardín.
La imagen de una Tippi Hedren salvajemente picoteada es un icono pop demasiado fuerte como para ignorarlo.

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