jueves, 28 de agosto de 2014

No se ría de la Sharía


El sultán Mehmet XV El Empalador ha publicado un nuevo edicto: los infieles o kuffar, a partir de ahora, no podrán ejercer de médico o DJ ni adquirir propiedades.
“¿Dónde vamos a ir a parar?”, se pregunta la gente angustiada.
“Tenemos que llevar una cruz amarilla en un lugar bien visible de la ropa… Nos han expulsado ya de los cines y teatros, del trasporte público…”
La situación es, en verdad, desesperada.


Todos los occidentales entran en la categoría de kuffar pero los peor vistos y tratados son, por este orden, los ateos y descreídos, los practicantes de fes alternativas como la Wiccana, la budista o el sincretismo-ensalada de la New Age y ya después los cristianos, con los que tienen algo de consideración por ser también Gentes del Libro.
Digo algo de consideración porque lo contrario sería exagerar: los cristianos, por ejemplo, pueden caminar también por las veredas junto a los musulmanes, aunque sean estos siempre los que tienen preferencia de paso.
Pero poco más.


Últimamente, las autoridades del Califato Global no hacen más que apretarles las tuercas.
Como dice un cristiano amigo mío, al que tengo escondido en la despensa, 'están rematando a conciencia los clavos de nuestra cruz, todo sea por Cristo Nuestro Señor'.
Le escucho y pienso que ya está con sus pamplinas de mártir, pero en el fondo tiene mucha razón.
Las autoridades del Califato Global comenzaron siendo tolerantes pero de un tiempo a esta parte se muestran cada vez más hostiles con los cristianos.


Así que no es extraño que los cristianos hayan regresado a las catacumbas. Viven ocultos y clandestinos en los túneles de metro y en las redes de alcantarillado. Ahí han levantado sus criptas y capillas, ahí abajo practican sus oscuros ritos.
Lo curioso es que ahora la religión cristiana atrae cada día a más y más mipsterz, a los que de repente les mola porque la ven superunderground.
Lo que han cambiado las cosas.


Todavía recuerdo con nostalgia aquellos entrañables debates en Europa. “La escuela pública debe mantenerse estrictamente laica”, decían.
Claro que eso era cuando había escuelas públicas y no sólo coránicas. Ahora el hijab es obligatorio y lo que está prohibido es llevar cualquier signo o símbolo cristiano.


Ni siquiera puedes poner el árbol de navidad en tu casa: si la policía islámica lo descubre, te deportan a ti y a toda tu familia al Asia Central para ser reprogramados en alguno de los gulags que tienen por allí y que ellos llaman, eufemísticamente, centros de educación (ironías de la historia, para crearlos se inspiraron en Guantánamo).
La experiencia es devastadora, dura y terrible, un profundo lavado de cerebro bajo una estricta disciplina que te devuelve a casa, si te devuelve, convertido en muyahidín y recitando el Corán de pe a pa como un loro.


Hablando de loros, echo de menos las colonias invasoras de cotorras argentinas.
Hasta no hace mucho poblaban los árboles de los parques y jardines de Madrid, pero la policía islámica decidió exterminarlas: demasiado ruido, demasiados colores. Como también arrancaron todas las flores. El Consejo Islámico Mundial dice que son una frivolidad, un derroche impúdico de viveza y color por parte de la naturaleza que además distrae de su fe al verdadero creyente.


A Alá, recuerdan los mulás principales, le irrita tanta alegría. Alá es austero, es severo, no sonríe, no tiene sentido del humor ni falta que le hace y lo único que espera de ti es que hinques las rodillas en sumisión cinco veces al día.
Y no solo Alá: más te vale llevar el callo de rigor en la frente si te detiene en uno de sus controles la temida policía islámica.
Te juegas la deportación. Y créeme, hermano, pasar una temporada en un centro de re-educación del Kazajistán es lo menos parecido a un campamento de verano.


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