domingo, 14 de septiembre de 2014

Una gesta para recordar


A partir del 7 de noviembre de 1936, y durante casi tres años, el pueblo madrileño protagonizó una gesta sin precedentes en la historia del mundo y de las guerras, solo superada poco después por otro sitio igualmente atroz, el de Leningrado
Pero los madrileños, que son muy chulos, fueron los pioneros. Aunque sea un título triste que evoca días muy duros. 



Madrid fue la primera ciudad en la historia de las guerras en sufrir bombardeos masivos contra objetivos civiles. Un objetivo premeditado: los obuses de los cañones y las bombas de los aviones no buscaban infligir daño militar sino propagar el miedo y el derrotismo entre la población.
Quebrantar su moral.
Había un componente ideológico, por supuesto. A mediados de noviembre de 1936, iniciada ya la ofensiva sobre la capital, el periódico inglés The Times recoge las palabras que un Franco furioso dirige a unos periodistas portugueses:
'Destruiré Madrid antes que tener que dejárselo a los marxistas.'  


Otro título triste que ostenta Madrid es el de Ciudad Mártir. Lo comparte con otras ciudades del mundo como Dresde, Sarajevo, Nagasaki, Hiroshima o la antigua Stalingrado. Es decir, la liga de las ciudades devastadas por la guerra.
Porque muchos madrileños ignoran que su ciudad no dejó de ser bombardeada durante treinta largos meses, por aire y fuego artillero. 
Los madrileños de entonces supieron muy bien lo que era vivir un asedio inclemente y un hostigamiento incesante como el de Gaza.
Barrios enteros quedaron destruidos, y toda la ciudad quedó cosida a cicatrices espantosas en forma de socavones inmensos, mordiscos de metralla y edificios reventados.

Madrid estallaba en pedazos mientras los madrileños hacían su vida diaria movidos por el más salvaje instinto de conservación y adaptándose a las nuevas rutinas que había traído la guerra: bajar a los refugios, correr por las calles para guarecerse de las bombas, aguantar en las colas bajo la amenaza real de los proyectiles, escuchar el aullido de la alarma aérea, buscar a los muertos entre las ruinas, fumar cáscaras de patata, hacer jabón y pan en las casas, comer lentejas con gusanos.


Vivir era un milagro diario. 
Todos los habitantes de la ciudad sufrieron por igual la misma angustia, soportando bombardeos, hambre y frío, naciendo entre escombros, muriendo entre cascotes. 
Durante mil aciagos días este fue el panorama diario para el madrileño, que aun así se las apañó para seguir adelante con su vida en un afán desmedido de supervivencia.

El pueblo de Madrid se cubrió de honor y gloria, aunque resistir hasta el último día de la guerra le supusiera un altísimo tributo en dolor, miedo y privaciones sin cuento. 
Con todo, la ciudad superó la prueba de abnegación y mostró rasgos infinitos de heroísmo. 
Si el adjetivo ‘numantino’ reforzó su significado como algo esencialmente hispano, fue gracias a todos aquellos madrileños tenaces e irreductibles.


Todos fueron héroes, porque todos por igual compartieron las mismas calamidades, los mismos rigores y sacrificios en una ciudad que parecía invencible pero que, paradójicamente, tenía todas las de perder. Pero no solo hay que recordarlos como protagonistas de una gesta magnífica que asombró al mundo, sino también y principalmente como víctimas, porque en esta batalla, como en tantas otras, la gran sufridora, la gran perdedora, fue la población civil.



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