viernes, 23 de enero de 2015

Where the streets have no name


Ese es mi barrio, El Vedado, un ponerte a prueba los primeros días con su plano en damero y sus calles numeradas o con letra. Además por las bravas, porque me vine sin  plano de La Habana y tampoco podía mirarlo en Internet; así que me dejé llevar por mi sentido de la orientación y por algunos rascacielos de los años 50 que me servían de referencia: especialmente el Focsa, esa especie de fortaleza de Mordor en cuyas alturas anidan gallinazos, y el hotel Habana Libre.
También ayudan bastante los mojones, pequeñas pirámides geodésicas de piedra en una esquina de los cruces.


Con mojones y todo, mis primeros días aquí, entre las calles con número y letra y la doble moneda en C.U.P y C.U.C.., se resumen en dos palabras: estupor y lío. Sobre todo, tremendo lío. Por suerte, ya le he cogido el tranquillo al cambio y a ubicarme correctamente en mi barrio.

Que no es me guste: me tiene enamorado. No podría tener mejor base de operaciones en La Habana. En El Vedado lo tengo todo, hasta el punto que en mis primeros 10 días me sentía tan autosuficiente dentro de él que apenas husmeé por Habana Centro y en cuanto a Habana Vieja, ni la pisé.
Llegó a un punto en que tuve que darme un toque serio: no puede ser, me dije, que hayas venido hasta aquí para no salir de tu pequeño mundo en El Vedado.


Pero es que es un barrio muy especial, una mezcla de Nueva Orleans, Tel Aviv y Benicasim, con esa arquitectura que va de las mansiones patricias coloniales a todo un despliegue de edificios art decó y de los años 50, iguales a los hoteles y apartamentos de playa de tantos lugares de la costa de España. Hay calles por las que paso que, entre el aspecto de los bloques, la explosión de buganvillas entre celosías de ladrillo calado y el calor bochornoso, me parece que estoy en Benicasim en agosto.


O en Tel Aviv, si miramos a la Gran Sinagoga Bet Shalom, un precioso edificio de los años 50 donde también se encuentran el teatro y café Bertolt Brecht, el Centro Hebreo Sefardí del que ya he hablado y todos esos edificios bauhasianos entre palmeras que recuerdan a su barrio blanco.
A veces me engaño pero no, estoy en El Vedado, un barrio de chic decadente, de glamur costroso, a ratos fascinante, a trechos cochambroso… Una cochambre, en cualquier caso, que le da un encanto insuperable, aunque a veces duelan las penosas condiciones en que se encuentran muchas casas. Porque en El Vedado, para quien ame la arquitectura, cada cuadra es multiorgásmica. Por eso escuece en el alma ver el estado ruinoso de muchos edificios.


También es cierto que, de momento, está ruinoso pero entero. El día que irrumpa el capitalismo, y queda nada, la especulación arrasará con El Vedado. Es verdad que se restaurarán muchas villas y palacios para hoteles, spas, tiendas, cafés, discotecas y oficinas de start-ups cubanas, que es que le pega todo, y de hecho mi predicción es que, en cuanto entre el capitalismo huracanado, el primer barrio de La Habana en gentrificarse será el mío, El Vedado. De esto no tengo ni la menor duda.


Pero también es verdad que, con los emprendedores, los bohemios urbanos y los artistas scuppies, entrarán también en el barrio las promotoras inmobiliarias, y la otra cara de la moneda será también imparable: se sacrificarán edificios valiosos y cuadras enteras para construir nuevas urbanizaciones de lujo, porque es de suponer que, con el capitalismo, El Vedado recuperará su carácter exclusivo. Y así el barrio, que nació con ese código genético, vuelve a sus orígenes y se cierra el ciclo. O se abre de nuevo. La historia, como dijo Heráclito, no es sino el eterno retorno.



Luego está El Vedado la nuit, o hágase el apagón. Mi barrio de noche, tan tenebroso, es mucho más decadente y emana todavía más romanticismo y misterio. Las ruinas son más ruinas, y se ven –bueno, lo que se ve- más decrépitas, más lóbregas. Lo que hay que tener es mucha precaución.
No por lo que te pueda pasar, pocas ciudades del mundo más seguras que La Habana, sino por no abrirte la cabeza. Las aceras del Vedado son una zona cero continua, una hilera de trampas en las que ya peligra tu integridad física de día, conque imagínate de noche.
Están compuestas de losas de cemento, la mayoría hundidas o con agujeros, baches y grietas cuando no reventadas y elevadas medio metro por la raíces como anacondas leñosas que brotan del suelo, raíces de unos árboles muy curiosos, los laureles de Indias, que decoran sus calles y de los que cuelgan unas ramas como escobas o cabelleras de bruja. Y los mojones, que de día son tus aliados, de noche se convierten en minas antipersonales.


Es como un decorado de película de terror. Un terror de sabor tropical: sombras inquietantes entre las orquídeas, zombis que habitan escombros de art decó criollo, aquelarres vudú y vampiros guajiros. De modo que vas caminando a tientas, cuidando de no descalabrarte y sintiendo además cierta prevención cuando no un escalofrío porque el escenario, ya digo, pone la piel de gallina.
En esta situación me he cruzado alguna vez con un cubano prieto al que solo distingo de repente cuando lo tengo a un palmo de mí, y me he llevado un buen susto. Eso de que, de sopetón, surja una sombra viva entre las sombras impresiona.


Porque la del Vedado, de noche, es una oscuridad casi impenetrable. Que te sugestiona para visiones sobrenaturales, o que lo parecen. Como la noche del viernes 10 de enero, que cayó un tormentón sobre La Habana que parecía que el cielo iba a desplomarse sobre nuestras cabezas. Changó esa noche, estaba desatado.

A mí me pilló parte en la calle, cuando todavía no había arreciado, y caminaba, como tantas veces, por la calle 17 hacia mi casa cuando vi de repente, por delante de mí, dos siluetas fantasmales, cubiertas con una larga túnica blanca. Me paré en seco de la impresión. Eran dos figuras espectrales, dos irreprochables fantasmas de la vieja escuela batiendo sus sábanas al viento, avanzando bajo las ráfagas de lluvia y entre la penumbra del barrio.


‘Dios mío –pensé espeluznado-, o son del Ku Klux Klan cubano que han salido a asustar negros zumbones, y aquí se van a poner las botas, o son la versión del barrio de la santa compaña y más vale que no me vean’.

Era una visión fantasmagórica, surrealista, extraña: allí estaban, avanzando por delante de mí, aquellas dos figuras cubiertas con un largo velo blanco. Las llegué a ver a contraluz de los faros de un coche, lo que hizo agrandar su silueta de espanto y la aprensión sobrenatural que me producían. Podían ser dos monjas, que alguna he visto por aquí con lo que parece el uniforme de trabajo tropical: un hábito blanco con un largo velo, también blanco, que les cae por la espalda. Podían ser también dos yabós, mujeres que se han hecho el santo y que, por tanto, visten de blanco de la cabeza, donde llevan un turbante africano, a los pies.


Fuera lo que fuere, aquella noche bajo la tormenta, cuando la oscuridad casi total del Vedado era rota de vez en cuando por unos relámpagos como de fin del mundo, viendo aquellas siluetas fantasmales delante de mí, entre porches coloniales de hierros forjados, me sentí como callejeando por Entrevista con el vampiro y participando en la tercera temporada de American Horror Story.
El Vedado me pareció más Nueva Orleans que nunca.

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