sábado, 7 de febrero de 2015

Isola di Pizza

Pizza napolitana, la básica: tomate y queso. A partir de aquí...

Cuestión urgente: revisar los tópicos cubanos. Porque si crees que Cuba son mojitos, las bailarinas mulatas del Tropicana enseñando cacha, la orquesta geriátrica del Buena Vista Social Club, las playas de Varadero (infestadas de rusos ordinarios con dinero) o la boina incorrupta del Che, estás muy equivocado.

Bienvenidos a Pizzalandia en el Caribe, paraíso tropical de los pizza lovers con menos escrúpulos y un estómago blindado. 
La pizza, hoy por hoy, es de los rasgos que definen la nueva Cuba, el alimento principal de la población; la gran masa de los cubanos opta por la masa, aunque sea chiclosa, grasienta, con puntillas en los bordes y un triste ingrediente encima además del tomate y el queso básicos; de condimentos como la albahaca y el orégano mejor ni hablemos; es como mentar al unicornio rosa.

La de aceituna.

Así y todo, que Cuba se haya convertido en un país de comedores compulsivos de pizza tiene una explicación: desde que el Régimen abrió la mano y permitió negocios particulares o cuentapropistas, abrir una pizzería se ha convertido en el recurso más popular, junto al de rentar un apartamento a los turistas. 
Hasta en las series cubanas de televisión oyes decir a un personaje: ‘Mi hijo es un borracho, toma demasiado, se me está bebiendo la pizzería.’

Al hijo, francamente, lo entiendo. Bebérsela es mucho más apetecible que comérsela. Las pizzas por lo menos dan un poco de grima. Esto a los cubanos parece que les da igual: las devoran a todas horas, por todas partes, porque casi en cada esquina hay una pizzería cuentapropista.

La de ají (pimiento)

Total que Madrid olerá a ajo, pero lo que es Cuba, huele a pizza.  Alrededor de mi casa hay varias pizzerías corraleras (una de ellas no cierra en toda la noche y en mi vida he visto after más animado). Llegas a cualquiera de ellas y te encuentras con un pelotón de cubanos. Ordenas la tuya en el mostrador, apuntan tu nombre y esperas. Que es lo que están haciendo los demás, esperar pacientemente a que les entreguen sus pizzas.

El tiempo de espera depende del tamaño del papo que tengan los trabajadores de las pizzerías. Esta gente no se afana, no se apura, no se estresa. Digamos que se lo toman con calma. Aquí hay colas para todo y nadie se agobia, lo hacen todo con esa característica pachorra caribeña. La ventaja está en el precio, entre 15 y 20 pesos cubanos. Que tampoco es para tirar cohetes: en mi vida he visto una relación precio-tan ajustada; eso sí que es un maridaje perfecto.

La de cebolla.

Aquí no es cuestión de ponerse exquisitos, así que hago como Vicente y como pizzas porque, a ver, no es que haya mucho más. Aquí comemos todos el mismo rancho. El menú -ubicuo, cansino y poco apetitoso- no varía: arroz con pollo –cuando hay, si no puerco-, espaguetis –repugnantes- y pizzas. Sobre todo, pizzas. Lo de esta gente con las pizzas no es normal, es como una locura colectiva. Que sufren a todas horas: las toman para desayunar, para almorzar, de merienda, de cena, de resopón. Es un no parar. La pizza, en Cuba, es el verdadero plato nacional.


La de chorizo.

Algunas pizzerías siguen estándares casi occidentales, más profesionales, incluso con servicio a domicilio en moto corporativa si pides una familiar. Hay también pizzerías más finas, la mayoría por Playa-Miramar, la zona residencial más exclusiva de La Habana. 
En ellas puedes encontrar pizzas de, guau, jamón serrano o de salmón con queso crema por 100 pesos y hasta, lujo de los lujos, una de langosta por 125. Y donde, oh maravilla, además te dan la opción de agregar queso gouda o azul a tu pizza, aunque son exquisiteces que se pagan caro: 60 y 90 pesos extra, respectivamente.

La de piña.

Las refinadas, con todo, son pocas. La mayor parte de las pizzerías son chiringuitos garajeros donde sirven las mismas pizzas, unas obleas churretosas con un queso que sigue siendo ese preservativo chino derretido del que hablaba Zoe Valdés en La nada cotidiana y, después, UN solo ingrediente encima: cebolla, aceituna, ají (pimiento), chorizo…

Que no se les ocurre mezclar, algo que no me explico. Tengo que ser yo el que les marea con mis combinaciones creativas, pagando entre 6 y 15 pesos extra por ingrediente. ‘Mira -comienzo, y el cubano o la cubana tras el mostrador se echa a temblar-, quiero una de cebolla Y aceituna Y ají Y chorizo…’ Algún dependiente, ante mi acumulación de ingredientes en una misma pizza, ha estado al borde del colapso nervioso.


La de jamón (mortadela en realidad).

A lo más que se atreven es a una hawaiana y a una margarita; las demás fusiones como que no. Una última frontera que no traspasan. Yo no dejo de pensar en el día que los cubanos prueben una buena pizza barbacoa con su carne de ternera y cerdo picada, esa salsa dulzona tan exótica, sus olivas negras, sus champiñones, sus pimientos… Se cortocircuitan, directamente.

Lo único práctico de las pizzas cubanas es el tamaño, sobre todo para un single como yo, porque nada de pizzas gigantes aquí, pizzas como platillos volantes, como pamelas de Ascot. Más que nada porque no tienen cajas para meterlas, así que las pizzas cubanas son de tamaño individual, más o menos como una almohadilla de ratón o uno de aquellos ceniceros de Cinzano o Campari que antes ponían en los bares. Con lo que, si quiero saciarme, me las tengo que comprar de dos en dos. Así estoy yo, saturado de pizzas, a un tris de acabar aborreciéndolas de por vida. 
No puedo más, humanamente.


La supermegaextra Especial Pallol con tomate, queso, ají, cebolla, aceituna, jamón y chorizo por 150 pesos (6 dólares).

Y es en esta situación, cuando a uno le salen ya las pizzas por las orejas, que echa de menos más variedad en fast food, qué sé yo, un kebab, un big mac, un whopper, unos cubos de pollo frito, unos burritos, unos sánwiches de Rodilla o Viena Capellanes

Qué te digo fast food. He llegado a un punto en que creo que vendería mi pasaporte por un plato de lentejas.

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