miércoles, 15 de octubre de 2008

Herencia gitana


Las palabras pueden hacer mucha pupa. Y, al mismo tiempo, confortar, acariciar o caer del cielo como un maná. Esto cuando se pronuncian con los mejores deseos. En el caso contrario, más vale que te apartes de su radio de alcance: pueden ser muy perjudiciales para tu aura o tu salud.
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Esa es la principal cualidad de las palabras: su ambigüedad. Pueden ser providenciales o inoportunas, discretas o altisonantes, prudentes o temerarias.
Pueden estallar como una bomba o ser suaves como el culo de un bebé.
Pueden ser una invitación o un ultimátum.
Rompen el hielo, el silencio y también corazones.
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No comparto por tanto el mensaje pesimista de ese himno trasgeneracional que es Enjoy the silence: las palabras sólo pueden hacer daño.
Esto no es del todo así; por fortuna tiene su contrapartida. Con las palabras se puede practicar vudú oral, de acuerdo, pero también sanar leprosos, convencer multitudes y hasta mover montañas. O conmover desde la montaña con un memorable sermón. Las palabras vienen de fábrica con atributos chamánicos.
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Todas las palabras son mágicas, todas tienen poder. Algunas más que otras, pero todas, con la adecuada intención, ejercen su efecto.
Por eso deseamos salud a quien estornuda (O Jesús, para espantar los demonios que se supone expulsa en ese momento), por eso rezamos pidiendo algo, por eso hacemos un brindis por los novios o deseamos suerte a quien la va a necesitar.
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Todo esto no son sino simpáticas y espontáneas demostraciones de magia blanca, por más que muchos no seamos conscientes de ello.
Las palabras, sin embargo, no sólo sirven de conjuro positivo o talismán: ofrecen igualmente un reverso tenebroso, respondiendo a la ley inexorable del yin y el yang, con lo que también pueden utilizarse para lanzar al prójimo, con toda nuestra inquina, mal de ojo y maldiciones.


Para esto de las maldiciones a mí me gustan especialmente las gitanas, que son de lo más creativas. Que es la etnia con más mala leche lo demuestran frases como esta: “Mala condición, así te mueras de un cáncer en el coño”. Lo del cáncer es algo que no tienen muy claro y que creen ataca cualquier cosa, porque te lo desean hasta en las gafas.
Si es que son burras para todo, lo que hace que sus maldiciones, además de retorcidas, suenen de lo más saladas.
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La mejor maldición gitana que han registrado mis anales se la escuché a una que, después de leerme la mano y predecirme que algún día sería emperatriz de Francia, cuando en vez del billete de 10 euros, que era lo que me pedía, le entregué un bonometro usado, me dedicó:
“Ojalá acabes como una sartén, con el culo quemao y colgao d’un ojo.”
Ole, ole y ole.
¿Y qué me decís del ole, esa palabra-comodín que les sirve a los andaluces para un roto y un descosido y que, según la copla, carece de explicación?
Esto de las palabras ya no es que sea brujería, es que puede ser un enredo de lo más diabólico.

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