viernes, 17 de octubre de 2008

Duque de la eternidad



Podría ser perfectamente uno de los títulos aristocráticos de Dios, e imaginártelo tan elegante como Gene Chandler. Y tan negro, por qué no.
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Esa era precisamente la pregunta que se hacía una ecuménica canción, absolutamente proDomund, que me enseñaron en el colegio, ¿De qué color es la piel de Dios?, y que cantábamos en versión acústica o unplugged, con una monja yeyé tocando la guitarra, en aquella época gloriosa del folk cristiano que el Concilio Vaticano II trajo a las iglesias.
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La copla dejaba claro que la piel de Dios es multitonal o technicolor, por aquello de integrar en su Divina Epidermis a todas las razas del mundo. Al fin y al cabo la paleta de colores la inventó él, lo cual es algo que a los racistas y xenófobos se les olvida a menudo.
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A mí lo del tono exacto de la Suprema Tez es algo que me la ha traído siempre al fresco. Lo que sí me he preguntado más de una vez es cómo sonará su voz, si es que suena. A lo mejor se comunica por telepatía, como el ser avanzado y elevado que es.


Pero no: algún sonido ha de emitir, aunque sea en altísima o bajísima frecuencia. No son meras especulaciones: en la Biblia puede leerse, sin género de dudas, que le habló directamente a algunos de sus más notorios personajes: Moisés, Enoc, Isaac...



Sobre este asunto particular, la tradición cabalista judía asegura que nadie puede hablar con Dios, porque escuchar su voz atronadora te desintegraría. De modo que a lo mejor Dios es sólo un vozarrón, una especie de megáfono cósmico.
Y fueron sus cuerdas vocales como rascacielos de Dubai las que le dieron sentido a todo. Ya lo dice la Biblia nada más empezar: Al principio fue el Verbo… El mismo que ordenó oralmente que se hiciera la luz. El que fue creando las cosas a medida que las iba pronunciando. Hasta entonces no eran nada, no existían. Y no existían porque no tenían nombre.
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La palabra constituye por tanto la verdadera esencia de las cosas. La que testifica su identidad. La razón de su existencia. La que las define y determina.
No sólo eso: en el momento en el que nombras algo, lo haces tuyo, lo posees y en cierto modo lo mancillas; es, de hecho, una manera de violarlo. Por eso, para la tradición religiosa judía, el nombre de Dios es sagrado. Nadie debe conocerlo, nadie debe mencionarlo porque hacerlo sería la peor de las profanaciones.
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Con lo que, para los judíos ortodoxos, el nombre de Dios es tan tabú que ni se dice, ni se escribe, ni se peina ni se pone la mantilla hasta que no venga su novio de la guerra de Melilla (la religión es lo que tiene, que es muy sacrificada).
De todas formas, y ya para concluir, admito que esto de preguntarse a qué suena la voz de Dios es una cuestión metafísica tan inútil como las que plantea la inefable Coixet en sus anuncios de compresas (a qué huelen las nubes y tal).
Aunque ni tan cursi ni, sobre todo, tan idiota...

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