lunes, 31 de agosto de 2009

Welcome to the house of kitsch

Era la casa en Las Rozas de un jefe que tuve hace no mucho tiempo.


Nada más entrar te recibía, junto a la puerta, una fuente de tres pisos como una barroca tarta de bodas a la que, en vez de la típica parejita de muñequitos recién casados, la coronaba una figurilla sobrecargada con un jarrón enorme y que parecía herniada por el esfuerzo.
La primera vez que la vi no daba crédito.
Boquiabierto, entre el shock y el éxtasis, mi vista se detuvo durante un buen rato en cada uno de los distintos niveles de la fuente, asimilando bien cada uno de sus múltiples y exuberantes detalles, ese zoo en piedra con águilas, pegasos y leones, labrados con un detalle finísimo.
Desde luego, si de buenas a primeras buscaba impresionarte, lo conseguía.
Aunque sólo fuera por lo tremendamente hortera y pretencioso de la fuente.
Yo, desde que la descubrí el primer día, pasé a llamarla La fontana de Trevi.
El caso es que a mi ex jefe mi ocurrencia le hacía mucha gracia.






Una vez dentro, en el recibidor, y sin haberte repuesto todavía del estupor inicial, ya te convencías de que, como decía Rafael Coloma en en un muy lúcido libro, el gusto por ciertas porcelanas es síntoma de una sensibilidad pervertida.
No había más que ver el collage de platos-souvenir, de las más variadas formas, tamaños y procedencias, que alicataban las paredes del coqueto hall.
Mi ex jefe había viajado mucho, sí.
De todos los sitios que había visitado, su favorito era Egipto.
Con lo que gran parte del salón parecía la Cámara de los Tesoros de la tumba de Tutankamon.
Por más que los tesoros fueran de mercadillo para turistas.






Mi ex jefe el toque de distinción lo tenía, desde luego, pero no el buen gusto.
Yo en el fondo me sentía un privilegiado, como si hubiera accedido a las cámaras acorazadas del Banco de España o de Fort Knox.
Es decir, como si me hubiera colado en un lugar de terrible secreto.
Aquel festival de objetos que tanto te violentaba, a poco sensible que fueras estéticamente, merecía figurar, bajo sofisticadas medidas de seguridad, en el Museo del Horror Decorativo.
A mí, lo reconozco sin tapujos, había momentos en que me costaba aguantar el tipo.







A mí ex jefe le perdían dos cosas: las artes marciales y la música rock.
Pero rock cañero, eh? Nada de mariconadas.
En su día había sido músico en una banda de jevi metal y soñaba con dejarlo todo y volver a sus orígenes, dejarse la melena y ponerse a tocar la guitarra con los colegas en un grupo, como si fuera un chaval.
También había sido DJ de antros rockeros en el polígono Urtinsa.
No se drogaba nada, pero bebía como un ecuatoriano en sábado noche y seguía siendo ave nocturna.
O mejor vampiro, como se definía él. Una peli que le encantaba era Jóvenes ocultos y, si le llegué a conocer bien, ahora estará encantado con una serie como 'True blood'.
No era un jefe nada convencional vistiendo: parecía el Wesley Snipes de Blade, con sus estilosas gafas de sol ultrafinas y su chaquetón tres cuartos en cuero negro.
De cuando perteneció a las huestes del Barón Rojo y Obús, allá en los primeros 80, le había quedado un gusto por los posters aerografiados con caballos alados, como el que presidía el salón.





Pero lo mejor era la piscina, en el jardín, con ese mosaico en el fondo que representaba a una sílfide o ninfa griega con muslamen de vedette y que, para que la apreciáramos en toda su belleza, le gustaba iluminar por las noches.
En el verano daba continuas fiestas en el jardín, con barbacoa.
Nos poníamos morados de hamburguesas, costillas de cerdo, morcillas, salchichas y chorizo entre chapuzón y chapuzón, bailando Metallica y Queen.
A mí lo que más me gustaba de aquellos saraos eran los amigos adolescentes de su hijo, a los que daba gloria ver por allí correteando en bañador y que fumaban porros sin problemas delante del padre de su colega y dueño de la casa, tan enrollao.
La primera vez que visité este conjunto residencial sin parangón, mi ex jefe, satisfecho con su queli y confiando en mi criterio, me preguntó:
-Qué, Pallol, qué te parece.
Y yo automáticamente le contesté:
-Un palacio del exceso. Sólo espero por tu bien que no haya policía estética en Las Rozas.
Él se carcajeó:
-Ay Pallol, qué cosas tienes.
-No perdona -le corregí-. Qué cosas tienes tú. Estoy seguro de que en algún lugar del mundo esto es constitutivo de delito. Y ahora permíteme que salga a tomar el aire, que todo este entorno me desasosiega.
-¿Te encuentras mal?
-Llámalo síndrome de Stendhal invertido. Pero tranquilo que se me pasará.

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