miércoles, 14 de octubre de 2009

Viajeros del espacio


Nadie los entiende, se quejaba en su momento ese gurú del cosmos más sicotrónico que era Timothy Leary.
No siempre es así, como demuestra esta placa que descubrí sobre la entrada del número 37 de la calle Virgen del Portillo, en el madrileño Barrio de la Concepción.
Siempre que descubro una placa de estas la miro con curiosidad, a ver qué notorio intelectual o prohombre (o prohembra) de la nación vivió en el edificio.
Y mira por dónde, cuando esperaba encontrarme con un literato, un pintor o un crítico taurino, me topo con una especie de Nikola Tesla cañí, un Carl Sagan castizo.

Lo mejor de todo es cómo describen a don Arturo: ilustre sabio en rayos cósmicos.
Ahí es nada. Menudo título. Además de poético es definitivamente diferente, original, imponente y hasta divertido, porque suena a personaje de cómic de Tintín, uno de aquellos científicos tremendamente despistados y de pelo excéntrico o alborotado que abundaban en sus libros (siempre me llamó la atención la simpática fascinación que sentía Hergé por los hombres de ciencia, y cómo los caricaturizaba).

Después de leer la placa, mi imaginación se desbocó. Veía al señor Duperier trabajando sin descanso en su humilde laboratorio casero, improvisado con material homologado y aparatos diseñados por él mismo con chatarra recogida de la calle y cacerolas viejas, haciendo experimentos con ultrasonidos que provocaban de vez en cuando una fuerte vibración que hacía temblar los cimientos de la casa...


Una imagen no precisamente inspirada por las limitaciones que en este país cazurro han padecido siempre los abnegados hombres y mujeres de ciencia, sino por el hecho cierto de que el estado franquista jamás le dejó traerse del exilio un completo laboratorio que le habían donado sus colegas, los físicos británicos (sí, don Arturo fue también uno de esos cerebros a la fuga a los que el nuevo amanecer de España más bien les pareció un crepúsculo).

Este último dato lo descubrí googleando su nombre, algo a lo que me resistí durante un tiempo porque prefería dejarlo así, rodeado de todo su encanto y su misterio. Cuando finalmente lo hice, venciendo mis reticencias, lo que leí no me defraudó en absoluto; como se suele decir, acrecentó su leyenda.

Y me sentí en la obligación de reivindicar la figura de este físico sobresaliente que llegó a sonar para el Nobel en 1958 y que hoy está olvidado por todos salvo por los que fueron sus vecinos, lo que no deja de ser una injusticia histórica y un triste sino.
Y aquí, entretanto, nuestros políticos recortando el ya mezquino presupuesto destinado a la investigación y la ciencia con la excusa de la crisis.
Luego pregonan lo de que hay que invertir más en I+D o cambiar el modelo económico, pero me huelo -como tantos otros- que, en cuanto superemos el parón, seguiremos -como siempre- atragantándonos de ladrillo.

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