martes, 3 de noviembre de 2009

Last night a poltergeist saved my life

Hace unos meses le dediqué un post a esa situación espantosa que es despertarte con la casa ardiendo. Y digo espantosa porque ahora, al contrario que entonces, lo sé por propia experiencia.
Estuve a punto de convertirme en el amante de fuego de Mecano, achicharrado en el incendio de mi casa.
Ocurrió la noche siguiente a Halloween, con luna casi llena y uno de esos vendavales en que los aullidos del viento ponen la piel de gallina.



Había encendido tres velas blancas en mi cuarto, sobre la mesa junto al PC, de las que van metidas en una funda o carcasa de plástico rojo. Ya lo había hecho otras veces sin mayores consecuencias. Esta vez, en cambio, podían haber sido fatales de no ser por mi vecina.

Mi vecina es de Segovia y católica militante; hasta hace dos años vivía su marido, tan religioso como ella, y entonces les pusimos el mote de Los Flanders.
Él murió poco después, de cáncer, y ella se quedó con las dos mellizas que tuvieron juntos, más otro cuatro niños que tenían en acogida.
Tres de ellos son hermanos, dos niñas y un chico, Ángel, que la noche que pudo acabar en tragedia cumplió los designios de su nombre.

Pero volvamos al momento en que encendí las velas en mi cuarto. O mejor a un rato después, cuando ya dormía a pierna suelta. El giro fatal del destino se produjo al prenderse el recipiente de una de las velas: el plástico se derritió y la cera inflamada se derramó como lava.
Yo, durmiendo como un bendito, no me enteré de nada. El fuego, mientras tanto, quemaba ya un lado de la mesa e iba consumiendo todos los consumibles a su alrededor: mi conector inalámbrico Belkin con su soporte, medio ratón y tres cuartas partes de altavoz...

De haber seguido su curso, se habría extendido rápidamente por la habitación: justo al lado de la mesa estaba el cesto de mimbre para la ropa sucia; encima, la caja de madera de la persiana; un poco más allá la ropa del armario, que estaba abierto... Si llego a despertarme diez minutos después, me habría sentido como Juana de Arco mientras las llamas ascendían hasta su nariz romana y sus walkman empezaban a fundirse...
O probablemente no habría llegado ya a despertarme, sofocado por el humo negro y ponzoñoso que despedían el plástico y los componentes eléctricos quemados.

Estado en que quedó la mesa - Pallol Press ©

Fue entonces, en el punto crítico, exactamente a las 4.30 de la mañana, cuando llamaron a la puerta.
No a la de mi habitación, a la de casa. Y con insistencia.
El timbre me despertó y me encontré con la mesa en llamas. Asustado como pocas veces en mi vida, la modorra del sueño me desapareció en un segundo; jamás me había espabilado tan pronto. Y reaccioné todo lo rápido que pude, conteniendo a duras penas el pánico.
El timbre de la puerta, mientras tanto, no dejaba de soñar, dingdong, dingdong. Clara y Alejandra, que viven conmigo, ya se habían despertado para entonces y se habían asomado a la puerta de su cuarto preguntándome: David, ¿qué pasa? ¿Quién llama a estas horas? ¿Qué es todo este humo?

Pero yo no podía atenderlas, como tampoco iba, de momento, a abrir la puerta, por más que siguiera sonando. Mi orden de prioridades estaba claro: lo urgente era apagar el fuego.
Fui al baño, agarré la papelera, volqué su contenido y la llené de agua en la bañera. Volví corriendo al cuarto y la vacié sobre las llamas; para qué más, fue como echarlo en aceite: aquello de repente fue una falla.
Entonces, en un rapto de lucidez, recordé que para apagar un fuego lo mejor es una manta, una toalla o una pieza de tela; de algo tiene que servir ver tanta tele.

Cogí una sudadera vieja y comencé a golpear con ella el fuego hasta que por fin lo apagué. Entonces, un poco más calmado, bajé por fin a abrir la puerta.

Fuera estaba mi vecina, la Flander, que nada más verme dijo enojada:

-Oye, por favor, a ver si dejáis de hacer tanto ruido que fíjate qué horas son y me habéis despertado a todos los niños...

Yo, sin tiempo a asimilar tanto shock, le pregunté confundido:

-¿Ruido? ¿Qué ruido?

-El de esos golpes que se oían al otro lado de la pared del cuarto de Ángel y que fue el primero al que despertaron. No sabes cómo sonaban, una barbaridad. Al principio pensé que era una ventana que os habiaís dejado abierta, y como hace este viento... Pero no, los golpes claramente venían de dentro, de la habitación que da a la de Ángel, esa que tenéis siempre cerrada...

Yo no sabía de qué golpes estaba hablando. Tampoco Clara y Alejandra:

-¿Qué quería la loca esa? -me preguntaron luego al subir- ¿De qué golpes habla, si aquí no hemos oído nada?

Esta era la cuestión: unos golpes tan fuertes que retumbaban en casa de la vecina y que se producían dentro de la nuestra los tendríamos que haber escuchado.
Lo raro era que no nos hubieran despertado también a nosotros.
Pero ahí está el insondable misterio, que los golpes que la vecina me describió al día siguiente como "de golpear repetidamente contra la pared el cabecero de una cama" sólo los oyeron ellos, en la casa de al lado.
Unos golpes que salían, además, de una habitación normalmente vacía.
Aquella noche también lo estaba.



Desde entonces pienso en esto maravillado, desconcertado y con algo de miedo.
No sé a qué se debió este poltergeist tan oportuno que alertó a los vecinos, si a un emisario celestial, un ángel guardián o al genio de la casa.
Aun sin poder explicarlo, se trató de un prodigio inexplicable, un milagro en toda regla.

Quizá relacionado con las hondas creencias católicas de mi vecina, más receptiva por tanto a servir de médium, o conque su hijo adoptado, el primero al que despertaron los ruidos, casualmente se llame Ángel y actuara como tal...

Lo ignoro. De lo que sí estoy convencido, después de darle vueltas y más vueltas, es de que esa noche se dio algún tipo de manifestación sobrenatural o intervención divina.
Un heraldo paranormal avisó a nuestros vecinos, librándome de morir asfixiado por el humo tóxico o, lo que es peor, quemado.
Y no sólo a mí, a las que viven conmigo.

Alguien, allá arriba o al otro lado, nos libró de un destino al ast, alertando a los vecinos con sus golpes perentorios para que vinieran en nuestra ayuda.
Podéis pensar lo que queráis, pero lo que he contado es verídico y la conclusión es la misma: gracias a unos extraños y providenciales raps, hoy estoy vivo para contarlo.

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