martes, 3 de marzo de 2015

Entre el cielo (penthouse)


En una ciudad como La Habana las calles son un bullicio constante, pero llega un momento que agobian. No por el tráfico, que en ese sentido da gusto: comparado con el de Madrid el de aquí es como un chiste, un simulacro, un quiero y no puedo. Pero sí por ese humazo negro que expelen coches, camiones y guaguas y que como te atrape una nube te convierte en Vengador Tóxico; aquí lo de la gasolina sin plomo parece ser que todavía no ha llegado y lo que suelta el tubo de escape de muchos de ellos es un eructo de hidrocarburo directamente extraído de las profundidades del Averno.

Entrada al edificio del restaurante en calle E.

Otro motivo para querer escapar del nivel de calle es el estado de las aceras, por las que te mueves sorteando baches, hoyos y fallas tectónicas con una coreografía más o menos grácil de zancadas y saltos. Luego está la mucha mierda desparramada por todos lados: La Habana es una ciudad muy sucia y los habaneros, en general, son de lo más cochino. Lo tiran todo al suelo, sin ningún miramiento. Tampoco ayuda el hecho de que las papeleras no abunden.


Suma a esto la muy desagradable manía que tienen los cubanos machos, adultos y niños, de pasarse el día escupiendo al suelo. Más otra fea e irritante costumbre: la de llamarse unos a otros como si fueran perros, silbándose o bisbiseándose desde el otro lado de la calle, desde los carros, desde las puertas. Lo hacen también para dirigirse a mí, lo que no deja de repatearme. Cuando me piden fuego, bueno, ‘fosforera’ en argot local, lo hacen y yo les riño: “Se dice ‘oiga’ o ‘disculpe’, a ver si mostramos un poco de respeto”.


Qué se le va a hacer, los cubanos son así, un poco asilvestrados. Así que para evadirse de estas calles llenas de churre, como dicen ellos, humo mutante y modales primitivos, nada como subirse un rato a las alturas, lo que no deja de ser un cambio radical y un alivio. También porque los habaneros están sabiendo sacar partido a sus muchos rascacielos con sus panoramas de quitar el hipo. Es allá arriba donde La Habana muestra de repente un lado más interesante, sorprendente y hasta sofisticado. Para cenar, por ejemplo, con vistas de la ciudad en cinemascope.


Hay, para empezar, una propuesta más convencional en la cocorota del Focsa, ese edificio imponente pero horrendo, anticipo del brutalismo que vendría luego. El restaurante se llama La Torre y se ubica en la planta 33. Está muy enfocado a los yumas de criterio más predecible con lo que lo descarté desde el principio, por más que cuente con vistas impresionantes. Preferí ir a otro del que me hablaron y que sonaba mucho más tentador, el Porto Habana, un paladar privado que lleva una pareja gay mundana que ha vivido en Europa y que quiere ofrecer algo distinto. Y vaya si lo es. Es una propuesta realmente original que bien merece una visita.

Recibidor.

Está en el nº 158 de la calle E.
Desde la calle se aprecia claramente porque la terraza, acristalada, está iluminada por guirnaldas de bombillas de colores, lo que recuerda a ese último piso de supervivientes en un bloque del Londres de 28 días después.
La impresión es la misma y no deja de cuadrar en una ciudad de supervivientes natos como es La Habana. Está en el piso 11 de una torre de 25 plantas, gemela de otra, construidas ambas en esa era prolífica de rascacielos que fueron aquí los años 50.


Se trata de un piso decorado con un gusto a veces acertado, a veces discutible: lo mismo reconoces valiosas piezas de anticuario que esa tendencia a lo kitsch del mariquita que se cree refinado y cuelga lámparas de cristales como las que tu abuela tenía en su casa y cortinones dorados como de película de Visconti. Pero insisto en que es de lo más diferente y original que ofrece La Habana.
El plus está en las vistas: toda la parte baja del Vedado for your eyes only, que cantaría Sheena Easton.


A original, repito, no le gana nadie. Pides, por ejemplo, ir al baño y tienes que atravesar un dormitorio muy cuco con su cama de matrimonio hecha y sus mesitas de noche. Y el baño en cuestión te da hasta reparo utilizarlo, no vaya a ser que salpiques unas gotas fuera de la taza y venga el dueño de la casa y te saque los colores. La sensación es de estar invadiendo la intimidad de un hogar que no es el tuyo aunque lo hayan convertido en restaurante temático. De lo más curioso.

Lo que no sé es si, cerrado el restaurante, hacen vida allí y la pareja duerme y chinga en esa misma cama, que ya digo que cuando la atraviesas para ir al baño da un poco de pudor. Pero la idea me encantó. Yo no sé cómo a alguien no se le ha ocurrido hacer lo mismo en su piso de la torre de Aluche o del barrio de la Estrella, porque estoy seguro de que triunfaría.


En cuanto a la comida, a su favor diré que los muchachos se esmeran, pero claro, con las limitaciones propias del país. De entrante pedí un ceviche de pescado (escrito ‘seviche’ en la carta) sin su ingrediente principal, ese que lo define: el cilantro. Aquí a la carencia le echan imaginación y salieron del paso con pimienta negra y una vinagreta, aunque sin cilantro no hay color, por mucho que improvisen. Después pedí un pollo grillé y me trajeron ese engendro de laboratorio que aquí llaman ‘bistec de pollo reestructurado’, esto es, deshuesado, despiezado y vuelto a unir en una amalgama de filete compacto.


El maitre era precisamente uno de los gays propietarios, que se escamó conmigo al ver que no dejaba de hacer fotos y resultaba algo impertinente con mis preguntas y bastante insolente cuando me levantaba de la mesa y decidía explorar a mi aire el resto del apartamento. Con lo que decidió ignorarme, sin hacerme más caso que a un gorrión muerto que había traído el gato y delegando en una subalterna, atenta y simpática, el atenderme.

Vista del Vedado desde la terraza.

Pero yo supe tomarme mi revancha, y no premeditada, que es como mejor salen. Cenando en una mesa, junto a mí, había un grupo de canadienses. Cuando llegaron a los postres, el maitre prima donna, en un inglés por otra parte irreprochable, les dijo: ‘We have a special tart’. Los canadienses dieron un discreto respingo pero optaron por callar.
Yo en cambio no: cuando él dejó su mesa y pasó por mi lado, le pincé la camisa y le atraje discretamente hacia mí: ‘Cari, hablas un inglés excelente, pero, en vez de ofrecerles tarta, les has dicho que tenéis una puta especial. Porque eso significa tart, puta. ¿No decís vosotros cake en vez de tarta o pastel? Pues eso tenías que haber dicho, cake. Te lo digo para la próxima vez’, concluí con mi mejor sonrisa. Ver su cara coloradota, su parpadeo, su divismo de repente por los suelos fue todo un poema.


Duelo de coronas aparte, el Porto Habana tampoco me resultó barato, lo que era de esperar en un sitio con ciertas pretensiones. Para desquitarme decidí ir a tomarme una copa siguiendo mi itinerario de vértigo. Y me dirigí al Magic Flute, otro piso elevado en la esquina de la calle L con Calzada, concretamente un ático o penthouse, como dicen los cubanos.

Está en la décima planta y hay que subir en ascensor, que se abre directamente al local. La parte cerrada es bar decorado a lo pub inglés, con profusión de maderas, mostrador acolchado de eskai y tarima para conciertos: su especialidad es la música en vivo. Con todo, el mayor atractivo del Magic Flute es su terraza con piscina, donde también puedes sentarte a tomar una copa y que, tal y como está concebida, podría situarse perfectamente en Miami o en Madrid (a mí, vagamente, me recordó a la terraza del Hotel Oscar Room Mate en Chueca).
Lo cierto es que en La Habana está surgiendo una noche que se acerca cada vez a nuestros estándares de ocio. El Magic Flute es buena prueba de ello.

El dormitorio.

Desde la terraza, además de la visión en 360º de la ciudad, se toca el cielo y, si alargas la mano, casi tocas también el edificio, justo enfrente, que ha sido durante todos estos años la Oficina de Asuntos Americanos y que dentro de poco volverá a ser lo que fue antes del triunfo de la Revolución: la embajada de los EE.UU.

Estoy convencido de que ese día, cuando regrese al edificio el ajetreo diplomático, los funcionarios gringos subirán en manada al Magic Flute a tomarse un relajante coctelito after work. El Magic Flute lo llevan Rember y Richard Egües, padre e hijo respectivamente.
Rember fue un notorio músico cubano, y es de esos ancianos con guayabera y gorra beisbolera o sombrero panamá a los que todo el mundo llama ‘maestro’; tuvo un programa de TV en la década de 1970 y también estuvo en las fuerzas armadas cubanas.


De lo más afable, se sentó un rato a hablar conmigo. Y me contó: ‘Yo quería un sitio en La Habana donde tocaran y actuaran los mejores intérpretes de cualquier género, me da igual. Me he inspirado en los jazz clubs que conocí en París, pero este local está abierto a todo tipo de música. Porque parece que en Cuba es todo reguetón y no. Esta isla ha sido muy importante en el conjunto de la música latinoamericana. En su día no había artista de renombre que no viniera a actuar también aquí. Te hablo de un Jorge Negrete, de un Lucho Gatica, de un Nat King Cole… Yo quiero recuperar eso. Quiero que La Habana vuelva a ser una escala imprescindible en el circuito de un artista que quiere triunfar en Latinoamérica.’

Selfie en el baño del Porto Habana.

Yo nomás asentía mientras daba sorbos a mi cóctel La vida en rosa, riquísimo aunque cortito y mirando de vez en cuando la noche estrellada de la ciudad.
‘Claro que ahora –prosiguió él- este es un sitio que se puede abrir. Hace 20 o 30 años no. Había mucho prejuicio, era todo muy dogmático. Fíjate que los platos de la batería y las escobillas estaban prohibidos porque los usaban los músicos de jazz, y el jazz era música del enemigo, decadente, capitalista. Afortunadamente todo eso se ha superado, y creo que es un momento excelente para abrir un sitio como este. Yo siempre quise abrir en La Habana un club así.’

En el ático del edificio azul se encuentra el Magic Flute.

También me contó que en su día, cuando era militar, estuvo en Praga, en Alemania del Este, en Rusia, Vietnam… ‘Lo de Vietnam es impresionante –me comentó-. Están mucho mejor que nosotros. A ellos la libreta (de racionamiento) solo les duró un año. Y tienen mucha mejor relación con los norteamericanos, y fíjate la guerra tan salvaje que libraron con ellos…’

Ante el cambio que se avecina, su opinión fue esta: ‘Aquí pasará como en Rusia cuando Gorbachov, que me pilló allí. De la noche a la mañana empezaron a verse Mercedes y BMW por las calles. Fue una cosa totalmente repentina. Yo creo que aquí pasará lo mismo. Y ya está. Sin más traumas.’

Actuación en vivo.

Fidel Castro es un genio –continuó-, pero la Revolución es como un niño chico, que va tanteando, que se quema cuando toca algo caliente… Digamos que va aprendiendo. Está claro que algunas cosas se han hecho mal, y yo fui siempre el primero que las critiqué. Como lo de estatalizarlo todo en la Ofensiva Revolucionaria de 1969, hasta el puesto de granizados. Está bien que el país guarde para sí las riquezas nacionales y nacionalice los sectores estratégicos, pero de ahí a que el Estado tenga que llevar un restaurante… Al final es un desastre, todo papeleo y burocracia. El Estado no está para llevar restaurantes, eso hay que dejárselo a la gente.’

La terraza.

Hablando con el maestro me di cuenta de que, al menos la gente mayor, respeta masivamente a Fidel. Es más, le veneran. La gente más joven ya es otra historia: en la reverencia al líder se está abriendo, o se abrió hace tiempo ya, una brecha generacional. Y eso que en la TV (tevé dicen aquí) salen continuamente reportajes donde las UJC (Juventudes Comunistas) protagonizan un acto de afirmación, un desfile o cualquier cosa y ves a jóvenes hablando al micro con esa pasión ortodoxa de otros tiempos, pero no se corresponde con la realidad.

La piscina.

Y si bien la conversación con Rember no tuvo desperdicio, la anécdota más jugosa de la noche me ocurrió al llegar al edificio aerodinámico donde se encuentra el Magic Flute: después de que un portero negro enorme como un armario, a lo Notorious BIG pero en cubano, me diera la bienvenida abajo, entré y me topé de bruces en el portal con una reunión de vecinos como la de cualquier finca de cualquier ciudad de España. Allí estaban todos desperdigados por el portal, sentados o apoyados cansinamente en las paredes, mientras el que parecía ser el presidente de la comunidad, un señor mayor, les regañaba.


‘Parece que os está cayendo una buena’, comenté por lo bajo mientras esperaba un ascensor que no llegaba nunca. Algunos vecinos me miraron y sonrieron; una resopló y otra, muy expresivamente, puso los ojos en blanco. El presidente les reprochaba estar derrochando el agua de la cisterna, o tanque, como lo llaman ellos, el depósito comunal en la azotea del edificio. Y que no era plan, compañeros. Y el ascensor que no bajaba. Y yo aguantando el chorreo como un propietario más, sintiéndome cada vez más incómodo en aquella situación inesperada y absurda.


‘Esto no se puede consentil –les amonestaba-. No se puede desperdisial el agua, y se está hasiendo…’ Y justo cuando, albricias, llegó abajo el ascensor, le escuché terminar la reunión con un viejo eslogan comunista: ‘Así que ya sabéis, de cada cual según su capacidad y su inteligencia y a cada cual según sus necesidades’, que fue una forma muy política de decir: ‘No gastéis más agua de la que vayáis a nesesital, cojoneh’.

Ya dentro del ascensor pensé una vez más, sonriendo: surrealista Cuba. Y la dejas o la tomas, la adoras o te desquicia, que este conflicto entre embrujo y desesperación es lo que le da todo su encanto a esta condenada isla.

Especialidad: cócteles.

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