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lunes, 10 de febrero de 2014
miércoles, 24 de diciembre de 2008
La Venus de la Galería
Entre los escenarios madrileños que podrían servir para ambientar secuencias de una película de suspense, terror o postapocalíptica, se encuentra esta galería comercial, en Tribunal, entre la calle Fuencarral y la Corredera Alta de San Pablo.
Es un pasaje comercial lúgubre y desolado que probablemente conoció días mejores, aunque tengo la impresión de que nació ya muerto.
Al entrar por la Corredera te recibe Manopiel, una tienda de bolsos, guantes y paraguas.
Justo después, hasta hace pocos años, había un estanco abierto que le daba más vidilla a este tramo, tan pobremente iluminado como el resto de la galería; pero el estanco cerró y se trasladó a la calle Fuencarral.




La galería, pese a su alma muerta compuesta sólo de pasos perdidos, esconde algunas sorpresas artísticas, soluciones decorativas típicas de los años 50.
Como la escultura en una esquina de aire neoclásico en el que un hombre de anatomía robusta domina a la bestia, en este caso un indómito caballo.


La galería, pese a su alma muerta compuesta sólo de pasos perdidos, esconde algunas sorpresas artísticas, soluciones decorativas típicas de los años 50.
Como la escultura en una esquina de aire neoclásico en el que un hombre de anatomía robusta domina a la bestia, en este caso un indómito caballo.
El relieve pretendía inspirar un poder y una fuerza que se trasmite con intensidad más bien floja al estar torpemente situado, mal alumbrado y pintarrajeado. Parece cubrirlo una roña, más que de suciedad, de total indiferencia.
Aquí no hablamos de pátina del tiempo sino de costra, que es lo que al final parece el relieve, una gran costra gris y rugosa que le ha salido al muro.
Lo realmente curioso es el gran caballito de mar, o hipocampo, que centra la composición en el suelo del vestíbulo. Para los románticos empedernidos, el caballito de mar es símbolo de fidelidad eterna.
Ahora bien, la presencia aquí de este caballito de mar no sé si tenía que ver con fidelizar clientes para la moribunda galería comercial.
En ese caso, fracasó estrepitosamente.

Prosigamos ahora con el arte añadido posteriormente y que para muchos puede que no entre en la categoría de convencional, siquiera de estéticamente aceptable. Me refiero al grafiteo indiscriminado que ha trepado como una yedra por las paredes abandonadas.
Alguno me dirá que estos garabatos, más que embellecer o aportar algo, lo que hacen es ensuciar malamente y estropear más el ya bastante inhóspito conjunto.
Pero de repente, en el escaparate condenado de lo que fue una óptica, se descubre un dibujo de diosa madre, una especie de Afrodita A capturada con la misma silueta exuberante de pechos y caderas de los ídolos neolíticos, melena al viento y proclamando una feminidad que sigue los patrones clásicos, el famoso canon rubensiano. Esto es, el de mujeres rollizas y generosas de curvas, con una buena pelvis para parir sin problemas muchos hijos.
Un fenotipo natural que, entre liposucciones, aumentos de tetas, modelos esqueléticas y dietas-milagro, parece haberse perdido.

Casi en mitad de la galería sobrevive un negocio insólito que deslumbra con sus brillos de oro entre tanta decrepitud y decadencia.
Es una joyería de nombre Monge, y su escaparate, como un desafío dorado a la ruina que lo rodea, refulge obscenamente en un paisaje de tiendas fantasma, oscuridad de cripta y espectros que pasan deprisa en uno u otro sentido.
Su presencia es del todo incongruente; debería estar en los bajos de algún hotel de cuatro o cinco estrellas y no aquí, que más que joyería parece la guarida secreta de un botín robado.

En la entrada de la calle Fuencarral nos da la bienvenida la tercera de las tiendas valientes que se atreven a poblar este tétrico panteón comercial.
Se trata de una sastrería clásica, en la que confeccionan la ropa a medida. Su target es evidente: caballeros con olor a alcanfor a los que no les gusta correr ningún riesgo a la hora de vestirse.
Sus vitrinas resultan inquietantes, con una exhibición de prendas rígidas y feas, de tejidos sufridos en colores pardos y aspecto tan anticuado que parecen llevar ahí expuestas desde que se inauguró la tienda.
Las camisas, chaquetas y jerséis emanan un aura siniestra y latente, como si a la voz de una bruja novata fueran capaces de empezar a moverse, desfilar marcialmente y ponerse a repartir puñetazos y patadas.
Esta posibilidad no es ninguna tontería.
Como dijo un conocido mío ante la obstinación con que su mando de la tele desaparecía o se escondía entre los pliegues más recónditos del sofá, "la maldad de los objetos inanimados es ilimitada".
martes, 15 de julio de 2008
Arquitectura & Decrepitud
Residencia Las Praderas, Pozuelo de Alarcón.
Para empezar, no entiendo por qué le ponen un nombre así, cuando las praderas son algo lleno de vida y aquí la sensación que domina es precisamente la contraria, la anti-vida.
Hablamos de un lugar donde la vida se escapa a chorros, donde no hay diferencia entre los residentes y los muebles, igualmente viejos. Que apesta a alma desahuciada y donde la decrepitud también puede olerse. Y es un olor intenso e incómodo que lo impregna todo, que se masca en el aire y se palpa en puertas y paredes porque es como una emanación, una nube tóxica, una radiación nociva.
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Se te encoge el alma entre tanto bulto frágil, arrugado y en babia. Y los pocos que entran conservando algunas facultades mentales, al poco las acaban perdiendo, contagiados del ambiente catatónico.
Si es verdad que existe un karma colectivo, el de esta residencia es un karma terminal, un karma vacío de emociones, nociones y recuerdos, un karma que vegeta en equilibrio precario, un karma que agoniza.
Su hálito, como el de los viejos, huele a medicinas y a muerte.
Y te rodea por todas partes.
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El bulevar de las mentes perdidas.
La mayoría de sus residentes tienen la cabeza extraviada; algunos han pasado incluso un punto de no retorno. Podríamos decir que el estado mental de esta residencia es el de no-mente.
Todo en ella es decadencia y decrepitud. Para reforzar esa impresión, la decoración es kitsch y anticuada, con muebles de metacrilato con cantoneras y rebordes de latón dorado, tapetitos de ganchillo, butacas de eskai color diarrea, teléfonos de pared de posguerra, objetos de adorno sacados de algún emporio chino de baratijas horteras, visillos con estampados que podrían constituir alguna forma de delito, flores de trapo llenas de mugre...
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A la decadencia física le acompaña la decadencia estética, lo que lo convierte en un lugar realmente desasosegante.
Nunca he estado entre cuatro paredes donde la negación de lo vital, como principio y como fundamento, sea tan evidente: espectros cochambrosos que deambulan por los pasillos, cuerpos sentados aquí y allá que podrían pasar por disecados y una señora arrinconada en una silla de ruedas, igualmente ensimismada en sus cosas (o no-cosas) que parece llevar ahí siglos, como una especie de sibila minusválida...
¿Habéis oído hablar de la "antesala de la muerte"'
Bueno, pues yo he estado y es esto.
Un sitio deprimente y horrible donde la única vida que chisporrotea es la de los tubos fluorescentes.
Etiquetas:
alienación,
decrepitud,
residencia,
SOS tercera edad
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