domingo, 18 de noviembre de 2007

Es una grave irresponsabilidad traer hijos al mundo


Después de cinco horas aguardando el final del parto, Blas tenía los nervios destrozados.
Ya pensaba que se habían olvidado de él cuando entró una enfermera en la sala de espera. Era robusta y marcial. Daban ganas de cuadrarse ante ella.
Se puso en jarras, sacó pecho y preguntó:
—¿Es usted Blas?
—Sí, contestó él, más nervioso todavía. No sabía si le iban a llevar al paredón o a anunciarle que había sido padre. La enfermera, para alivio suyo, le sacó pronto de dudas. Secamente le informó:
—Ha sido niña. Enhorabuena.
Blas aulló de alegría. Ella, impasible, le ordenó:
—Acompáñeme, por favor.
Él obedeció y la siguió por los pasillos de maternidad hasta una salita con un ventanal por el que podía verse la habitación-nido, llena de cunas con bebés dentro. Una vez allí, la enfermera le indicó donde estaba su niña.
—Mírela –le dijo, señalando a través del cristal-. Es aquella de allí al fondo, a la izquierda.
Blas entrecerró los ojos, hizo visera con la mano y preguntó.
—¿Cuál?
—La de la cuna más grande. Debo felicitarle; es una niña preciosa, sanísima y de peso excepcional.
Blas la localizó al fin, gorda, sonrosada y pelona. La contempló absorto y fascinado. No acababa de creer que pudiera haber engendrado aquella cosa enorme y plácida. Y no disimuló su orgullo.
—Sí, esa es mi pequeña, exclamó ufano.
La enfermera, en un tono insoportablemente hiriente, replicó:
-¿Pequeña? Señor, su hija parece un ballenato. Vaya pidiendo el cheque-bebé porque les va a comer como una cerda.
Él ignoró sus groseros comentarios. Estaba pegado al cristal con expresión idiota. Así estuvo un rato hasta que, pasado el embobamiento inicial, comenzó a fijarse en detalles. El primero que le llamó la atención fue un niño que dormía junto a su hija. O más bien su cabeza, de ingente tamaño, que sobresalía de la cuna como un enorme peñón. La enfermera le explicó, sin venir a cuento, que la macrocefalia de aquel bebé era la triste secuela de un medicamento tóxico que, aunque ya había sido retirado del mercado, fue utilizado por la madre.
-¡Qué disgusto para sus padres!, observó Blas, tratando de decir algo adecuado.
-Uy, qué va –contestó ella-. Si están contentísimos.
La enfermera le contó la reacción que tuvieron con el recién nacido. “¡Con tanta cabeza debe de tener un cerebro descomunal!”, fueron sus palabras nada más verle. “¡Será un portento, un niño prodigio!”, pronosticó el padre. “¡Le darán un título de ingeniero y mi angelito todavía llevará pantalones cortos!”, auguró la madre. “¡Cómo se va a avergonzar de mí, que soy casi analfabeta!”, añadió.
Para consternación de Blas, el niño cabezón no era el único que había nacido con alguna anomalía. Un poco más allá, la hija de una adicta a la cocacola light se revolvía furiosamente en su cuna, presa del mono.
-Es un caso grave –le explicó la enfermera-. Rechaza la leche. Sólo quiere cocacola light. Y la doctora ha dado orden de que leche o nada. Se nos va a morir de hambre.
—Qué lástima, ¿no?, opinó Blas.
—Pues sí.
—Y ese que parece un dios hindú, con tanto brazo, ¿quién es?
—Ah sí, ese, el mutante —respondió la enfermera con mortal indiferencia —. Es el hijo de una ucraniana que ha abierto un todo a cien en Aluche. Vino embarazada de su país. El niño salió así porque ella es de la región donde pasó lo de Chernobil y, claro, la radiación afectó al feto.
—¡Qué horror!
—Oh, no crea. A su madre le será de gran ayuda en la tienda, cuando crezca. Como ella dice, necesitará de todos los brazos disponibles. Y a la criatura le sobran.
A Blas aquel rosario de calamidades y deformaciones le estaba estresando un poco, así que, para reconciliarse con el mundo, volvió a fijar la vista en su hija.
Le devolvió una tranquilidad inmediata. Allí estaba ella, en el mejor de los sueños, nada menos que carne de su carne, sangre de su sangre, la siguiente generación, su especie perpetuada, la prolongación en el tiempo de su clan... Se le caía la baba mirándola.
Para celebrar el nacimiento de su hermosota hija, sacó una petaca del bolsillo.
—¡Venga –dijo jovial a la enfermera-, le invito a un trago! Es whisky.
—No, gracias —contestó ella con su voz de sargento al mando—. Prefiero un tiro de perico. ¿Tiene?
—Pues... no.
Ella bufó y dijo:
—Pues nada, me voy que tengo trabajo. Si se queda aquí no haga mucho ruido.
—Vale, vale.
Se oyó un estrépito. La enfermera, rápida de reflejos, se volvió alerta.
-¡Ya se ha vuelto a escapar!, exclamó enojada.
-¿Quién?, preguntó Blas alarmado.
-El maniaco sexual –respondió ella-. Seguramente ha atacado ya a alguna enfermera. O a alguna visita.
Entonces, de debajo de la bata, sacó una porra eléctrica. Hacía amago de marcharse cuando Blas le dijo:
-¡Pero oiga, dónde va con ese chisme, está prohibido!
-¿Y qué? –contestó ella, apuntándole con la porra- ¿Es que me va a enseñar usted ahora cómo mantener el orden en mi hospital?
Blas tragó saliva.
-No, claro; faltaría más.
-Muy bien -respondió ella satisfecha-. Pues le dejo con los niños. No sé lo que tardaré, pero tome, por si alguno de ellos llora.
Arrojó un objeto a Blas, que él agarró al vuelo. Cuando lo miró no daba crédito: era otra porra eléctrica.
-¡Pero oiga!, protestó apenas.
Se quedó con la palabra en la boca: la enfermera ya había desaparecido corriendo por el pasillo, camino del ala siquiátrica, mientras voceaba:
-¡Verás como te pille, loco cabrón! ¡Mira que te lo advertí! ¡Esta vez te corto los huevos!

2 comentarios:

Chopenjagüer dijo...

Me siento totalmente identificado con los padres de los niños deformes: a quién no le gustaría tener un hijo con ocho brazos (un Lakshmi), otro con un marsupio pa guardar cosas (un gato cósmico), o incluso uno con una sóla ceja (una futura Frida Kahlo)? ¡Mucho mejores que los niños normales!

habieru dijo...

D, Al menos has sido un poco más optimista que últimamente... ;)

Me ha calado menos, pero es que un paritorio es un difícil escenario.