miércoles, 30 de abril de 2008

Siempre nos quedará Moscú

Por lo menos en cuestión de metros.
No hay otro más lujoso en el mundo, en las antípodas del de Nueva York, tan estrictamente funcional, sin otra decoración que pilares de hierro, vigas de hormigón y baldosines blancos.
Frente a esta economía pragmática, típicamente americana, el metro de Moscú ostenta el título oficial de “más bonito del mundo” gracias a su look apabullante.
Se trata de un delirio subterráneo de bronce, mármoles y lámparas de araña con corredores suavemente abovedados que parecen los sótanos del Kremlin o las bodegas del Ermitage.
Inaugurado en 1935, la suya es una arquitectura gloriosa con todos los vicios del realismo socialista, lo que la hace, inevitablemente, pomposa y fatua.
A tu alrededor te lo recuerdan continuamente, en frescos, estatuas, mosaicos y relieves, las figuras de robustos obreros, heroicos soldados y macizas koljosianas, como heraldos de la Nueva Era Socialista.
Pretenciosidad y propaganda aparte, el metro de Moscú también significaba toda una intención política revolucionaria: dignificar un medio de transporte popular hasta hacerlo comparable a la exclusividad chic de un Orient Express.
El comunismo alcanzó aquí su más alta cota de perversión/subversión del sistema capitalista, tan asquerosamente clasista. Y lo hizo poniéndolo al revés, como al Poseidón.
Papá Stalin tuvo un sueño y lo realizó. El metro de Moscú es un monumento al transporte público para que los currantes, camino del trabajo, se sintieran aristócratas.
Stalin quiso homenajear a la masa proletaria que utiliza el metro a diario y lo hizo brindándole unas instalaciones propias de palacio de los zares, igualando por abajo, una vez más, a las élites con el pueblo llano.
Igualar por abajo a la sociedad era la especialidad del comunismo, por más que con el metro de Moscú se tomaran la consigna demasiado en serio.
El resultado: jamás el lujo ha sido tan underground.

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