lunes, 1 de febrero de 2016

Echarse al monte (a lo bucólico)


El monte del Pilar, entre Pozuelo y Majadahonda, ha sido un lugar muy especial para mí estos últimos años. Esta maltratada reserva forestal ha sido mi guarida, mi refugio, mi jardín secreto. Casi un santuario. Allí me sentía protegido. A salvo.
A veces me perdía en su interior y me situaba en algún punto donde ni siquiera se oía el lejano rumor de los coches; solo silencio, de ese que estresa a un urbanita. Entonces me parecía estar a kilómetros de todo. Reconfortado. Seguro. Como en un útero vegetal. Donde he tenido momentos de recogimiento y satori y me ha parecido que el viento, entre los árboles, susurraba el nombre de Mary.



Tratar de interpretar el lenguaje del viento entre los árboles no es fácil. A veces suena suave y zalamero como un amante cubano. Otras suena como enfadado y parece que gruñe, se queja por algo o me regaña. Y me siento intimidado porque es como si diera voz al consejo de sabios del bosque, compuesto por sacerdotisas arcaicas de la Madre Tierra, venerables druidas celtas y algún fauno al que imagino mitad macho cabrío mitad macho peludo de Ralf König, con un olor intenso entre animal y mineral y muy bien dotado.  Sí, lo sé: es solo fantasía. Pero una fantasía muy sexy.
Una linde bordada con inicial, como los pañuelos antiguos.

Debilidades que te permites cuando te ves condenado, como Arthur Machen, a vagar por la periferia de las ciudades e imaginar la existencia de las criaturas del bosque. Aunque las que evocas, en realidad, pertenezcan a otro ecosistema, el de los bosques boreales y brumosos, y el paisaje del monte del Pilar sea lo que técnicamente se denomina ‘monte bajo mediterráneo’. Que incluye una convincente postal toscana: la villa que hasta 1987 fue residencia de los Oriol y que hoy es centro de formación de Mapfre, con su entrada en pendiente bordeada de cipreses.


El antiguo palacio de los Oriol, recreando la Toscana.

La familia Oriol es una de las grandes propietarias históricas del monte (hace años, de hecho, todo el mundo lo conocía como ‘la finca de los Oriol’). Como buenos oligarcas españoles, eran católicos devotos: la única condición que pusieron a Mapfre cuando adquirió el palacete fue que respetaran la capilla en la que habían celebrado toda la vida misa diaria. Como no era cuestión de tener un cura en nómina, Mapfre utilizó el espacio para crear un museo ad hoc de arte religioso dedicado al escultor Venancio Blanco.

En el monte hay también un tramo muy latino -pero latino en el sentido clásico, nada de reguetón-, una carreterita de asfalto que recuerda a la Via Apia: flanqueada por altos pinos piñoneros, conduce hasta la entrada del Cerro del Coto, centro espiritual del monte pero del bando de los malos. Supongo que el consejo de sabios del bosque, evidentemente pagano, ya tiene bastante con aguantar a estos.

Uno de los paneles de azulejos a la entrada, con las frases en euskera 'Ongi Etorri' (bienvenido) y 'Aurrera' (adelante). Hacen alusión al origen vasco de los Oriol. El otro panel (abajo) muestra una imagen de la Virgen del Pilar sometida a un peeling bastante agresivo.

El Cerro del Coto es una extensa finca que la familia Oriol decidió donar en su día a los Legionarios de Cristo. Hoy parece que se arrepienten de haber sido tan rumbosos y andan a la gresca, pero ponte tú ahora a echar a estas garrapatas de un terreno que les donaste. 
Parece mentira que no supieran en lo que se estaban metiendo. Les iba a llamar ingenuos, pero qué puedes esperar de los fans del amigo imaginario.


Los legionarios, mientras tanto, han tomado posesión del recinto, delimitándolo celosamente con alambrada y ampliándolo con varios edificios. Cuenta también con un campo de fútbol -que usa este equipo de fuera- y una cancha de baloncesto donde -lo juro- he visto jugar a unas chicas con pololos
Ver algo así a estas alturas del siglo XXI me supuso todo un shock cultural; recuerdo que las espié un rato a través del seto porque, sencillamente, no daba crédito; me recordaba a historias de posguerra que me contaba mi madre, cuando la obligaban a jugar al basket así. 

Las jugadoras recatadas que vi seguramente formaban parte del grupo de piadosas mujeres que viven en el cerro del Coto en régimen casi de clausura, lejos del mundanal ruido. Ellos las llaman mujeres consagradas a Cristo. Son anacoretas hardcoretas. Para mí, unas alienadas. En fin, ellas sabrán.



Cerca del cerro se hallan las discretas instalaciones de GREFA, con hospital de animales y una parte que se puede visitar y que despliega dioramas de la vida salvaje. 
Por todo el monte del Pilar existen también restos de su pasado como finca de explotación agrícola y ganadera. 
A día de hoy todavía lo atraviesa todas las tardes un rebaño de cabras y ovejas con su pastor, un recio tipo castellano con pinta de don Pimpón y que te saluda como un personaje de Delibes, ‘a las buenas tardes’.

El mismo pastor que, un día tórrido de verano, al cruzarse conmigo y verme sin camiseta me recriminó: ¿qué hace usted medio desnudo?' Y sí, de repente me vi desnudo, como el emperador, como Adán y Eva después de comer del fruto prohibido, y corrí a taparme mis vergüenzas. 
No quiero ni imaginarme a este pastor vieja escuela en una playa nudista.

La torreta de viglancia. Otra fantasía sexual es echar un polvo ahí arriba.

El rebaño trashumante pone la banda sonora del monte con su cencerreo itinerante, que permite calcular la distancia a la que se encuentra de ti. Porque sí, lo confieso: desde entonces evito al pastor. En realidad, cuando voy al monte, procuro evitar a todo el mundo. 
La gente va allí a practicar deporte, a pasear, a perderse. Hay momentos concurridos, sobre todo los fines de semana, pero no es lo normal. Si lo comparas con el ajetreo de un parque urbano como el del Retiro, el monte del Pilar es la tundra siberiana.

El palacio de Cotoblanco, mirando a la sierra.

Un sitio que da mucha paz pero donde también puedes encontrar armas de guerra. Un lugar donde la gente que se cruza contigo te dice ‘hola’ no porque nos conozcamos todos sino porque somos pocos y resulta un poco incómodo ignorarse. El monte del Pilar es uno de esos lugares donde todavía puedes sentirte solitario.


Y tiene un mirador junto a las románticas ruinas del palacio de Cotoblanco con una vista espectacular de la sierra madrileña, salpicada de grúas de la construcción (hace años era peor, había más grúas que picos). 
Una última nota a los interesados: en el monte del Pilar no hay cruising. Lo sé, es una decepción. Sería interesante algo de cancaneo cerca del enclave de los Legionarios de Cristo, aunque solo sea por el contraste. Espero que los del patronato del monte lo acepten como sugerencia. 


Me pregunto qué pensarán los creacionistas al leer aquí que 'la sierra de Guadarrama pertenece a las montañas más antiguas de la península, formadas hace 250 millones de años durante el Plegamiento Hercínico'. Entra claramante en conflicto con sus creencias. Lo más seguro es que se lo tomen como propaganda oficial del cientificismo ateo y se indignen. Me pregunto también si llegará el día en que habrá que quitar este tipo de paneles informativos para no ofenderles.

No hay comentarios: