domingo, 22 de enero de 2017

Llámame esnob que me pone muy cerdo


Todas las voces coinciden: Donald Trump ha llegado a la Casa Blanca gracias al apoyo decisivo de las clases rurales norteamericanas, la basura blanca que vive en caravanas y los rednecks del Medio Oeste, los de Biblia y semiautomática.
Todos esos desheredados del sistema que, hartos de que el establishment los ignore, le han hecho un monumental corte de mangas eligiendo a un supermillonario macarra que parece dispuesto a darles una buena patada en el culo a los políticos de Washington y a esos intelectuales y actores de Hollywood que les miran por encima del hombro y los tratan de forma condescendiente.

En Estados Unidos esa reserva de votos se ciñe sobre todo al centro y el sur del país, con su cinturón de la Biblia y ese estado guardián de las esencias de AmeriKKKa que es Texas.
En España, desgraciadamente, el cazurrismo-leninismo es una cosa mucho más extendida: no solo se desparrama a lo ancho como una mancha de aceite, pringando hasta el último de sus rincones, sino que también chorrea desde arriba (trickle-down) y desde abajo (trickle-up), en un flujo-reflujo continuo que hace que este no sea país para espíritus refinados. Este es un país tosco para gente tosca, donde triunfaron masivamente el eskai y el gotelé. Con eso te lo digo todo.


Aquí hace falta un buen pulido, empezando por arriba. Porque el problema principal de España es que nuestra élite -social, política y cultural- no es nada exquisita, al contrario, es de lo más convencional y cateta. Aquí los que mandan son más de palco VIP del Real Madrid, toros, procesión y antes todavía, con la reina Sofía, te iban a un concierto de música clásica; ahora que la nueva reina es indie, ya ni eso.
Siempre lo digo, a los Estados Unidos se les puede criticar por un millón de cosas, pero si algo tiene la élite de allí es que culturalmente se significa: cuando no te llenan la Metropolitan Opera House de Nueva York noche tras noche, financian la construcción del ala de un museo -que luego llevará su nombre, eso sí- o una nueva biblioteca pública.
Aquí lo que más se acerca a eso han sido los Botín con su festival de piano en Santander. Y pare usté de contar. Las señoronas de aquí se preocupan más de ir a misa y de ponerse en la cola de una jura de bandera por enésima vez, a ser posible con peineta y mantilla.


Eso cuando no bajan a la verbena o a la romería a mezclarse con la plebe y comer churros con las modistillas, adoptando su mismo lenguaje castizo y fetén.
Desde luego, cómo se notaba que la exreina Sofía -esa esfinge inescrutable a la que yo admiraba por su dominio absoluto de la inteligencia emocional- era extranjera. Más alemana que griega, todo hay que decirlo. Eso explica que fuera tan melómana y que introdujera aquí ese gusto delicado por la música clásica y sus grandes intérpretes. Ante el pasmo sobre todo de su marido, al que la actitud de su mujer debía desconcertar; no me extraña que se distanciaran.
Aquí, de toda la vida, los reyes han sido más de ir a la zarzuela o a la revista de cuplés picantes, de incógnito o no, con la única intención de liarse con alguna de las vicetiples o coristas. Esa campechanía borbónica que no se pué aguantar.
Ahora en serio, ¿alguien piensa en el rey emérito como en alguien que no tuviera unas aficiones más bien de macho ibérico bastante básico? El amor por la cultura a alguien se le nota, y don Juan Carlos, con todos mis respetos, ni lo tenía ni lo trasmitía.
Para qué pedirle más: era el rey perfecto para este país de cazurros donde la cultura ni se aprecia, ni se valora y además resulta sospechosa porque es un nido de rojos.
Aquí, de la choza al palacio, todo es cutre pero presuntuoso y el mal gusto es religión. España es el imperio de la caspa que, para colmo, se toma demasiado en serio a sí misma.



Con este panorama desolador, si desde las instituciones y el establishment no se muestra sensibilidad alguna, ¿qué se puede esperar en las ca(s)pas de abajo? Y esto se refleja en tantas y tantas cosas… En cómo tratamos nuestro patrimonio arquitectónico, por ejemplo. El escándalo más reciente: la demolición de la Casa Guzmán a la que alguien -cómo no, en un comentario de FB o de algún diario digital- describía como ‘cubículo desarrollista con persianas’.
Peor era la cantidad de gente que coincidía con esa opinión: la vivienda ya irremisiblemente perdida de Alejandro de la Sota era un adefesio y la nueva casa construida en su lugar era mucho más bonita, dónde iba a parar; eso era una casa-casa, con sus pisos, sus ventanas alineadas y el siempre distinguido tejado de pizarra.
Pa-le-tos, piensas, y el suspiro que sueltas te sale del alma y es posible que llegue a las costas de Florida con categoría de huracán.
Es que la realidad es muy dura: vives en un país de gañanes. ¿Esto me hace elitista? Sí, por favor: agitado pero no revuelto. Ración doble.


Llámame esnob, oh sí, oh siiiiiií, que me pone muy cerdo. Pero es que hechos como este, este otroeste también y otro más me dan la razón.
Bienvenidos al país donde la gente arrasa alegremente con yacimientos arqueológicos o el cementerio musulmán más grande después de la Jurado para construirse el 'chalet', que además, para terminar de rematar la faena, será de lo más feo y pretencioso, con balaustrada barroca de yeso, estatuas griegas de escayola por el jardín y carpintería metálica de aluminio por todas partes.
La ignorancia más atrevida, a la hora de exhibirse, es de una vulgaridad manifiesta.



A propósito de esto,  no hace mucho descubrí en youtube una serie de la BBC que me enganchó desde el primer episodio: Restoration Home. 3 temporadas y me ha dejado con hambre de más. Y sí, lo admito una vez más: soy un esnob y un anglófilo irredento; como para no serlo cuando comparas sensibilidades de aquí y de allá.
La serie trata de distintas casas y mansiones antiguas -hasta castillos- adquiridos por particulares y restaurados por ellos mismos con un amor y una dedicación que más quisiéramos aquí.
Entre ellos hay algún arquitecto y urbanista, pero la mayoría son gente corriente con los oficios más variados: desde la que lleva un estudio de diseño gráfico a un chico en paro pero muy manitas que se curra él solo toda una iglesia victoriana, pasando por profesionales de la construcción o un exportero de discoteca.
Todos sin embargo tienen lo mismo en común: el respeto hacia la arquitectura y la historia de la casa que han comprado y que tienen la intención de convertir en su nuevo hogar familiar.
No siempre cuentan para ello con subvenciones. En la mayor parte de casos, el dinero lo ponen íntegramente de su bolsillo.
Y no reparan en gastos porque para todos ellos invertir en un sitio para devolverle su historia y su identidad es motivo de orgullo.
Son muy conscientes de poseer algo único.


Un dato más: casi todos los edificios que aparecen en la serie tienen algún grado importante de protección, con lo que los nuevos propietarios se ven obligados a colaborar con la junta de conservación o la dirección de patrimonio local que supervisa directamente las obras, después de darles su aprobación.
Algo que los propietarios asumen sin problemas, aunque en ocasiones les fastidie no poder reformar la cocina como querían.
Aun así, acatan lo que les dicen. Aquí nos faltaría tiempo para hacerle una pedorreta al técnico de la dirección de patrimonio según saliera por la puerta para acto seguido decirle al albañil rumano al que se está pagando en negro que tire ese arco ojival para ampliar el dormitorio. ‘A mí no viene nadie a decirme lo que puedo o no puedo tocar. Es mi casa y hago en ella lo que quiero.’


Ole, ole y ole. Esa es la actitud. Tan española para mal. Aquí la gente está tan confundida que, si se encuentran una chimenea Tudor, la quitan rápidamente por viejuna y la sustituyen por una moderna, de serie y a ser posible con detallitos de latón dorado.
Ay, el latón dorado. Nuestra perdición. España es el reino del latón dorado. Mira que nos gusta.
A propósito de esto, en twitter acaba de de abrirse una cuenta-hilo, #PuertasDeMadrid, para inventariar gráficamente las pocas puertas de carpintería antigua que quedan en la ciudad. Y me parece muy bien. Pero también lanzo la pregunta: ¿con qué se sustituyeron la mayoría de esas puertas de madera, después del pertinente acuerdo de la junta de vecinos? Con otras de lo más vulgar, puertas de forja industrial que no tienen puñetera gracia ni encanto pero en las que, eso sí, no faltan los adornos de latón dorado.


Dentro de los portales ya ni te cuento. La gente es tan ridículamente pretenciosa que, en cuanto tienen oportunidad y presupuesto, arrasan con una decoración alfonsina, modernista o art decó para chapar todo con falso mármol y sustituir las lámparas antiguas por esos apliques guachafos de tulipa blanca y latón dorado.
‘Es que esto tiene más clase’, te dicen.
Y te preguntas por qué no los estrangulas. Por qué te contienes. Qué te lo impide.
En vez de eso, sensatamente, te limitas a poner los ojos en blanco y murmurar: ‘España, camisa de latón dorado de mi desesperación’. Para qué molestarse si en el fondo es una batalla perdida y, además, como se está viendo estos días, la idiocracia se está apoderando de todo.
Unos entran en pánico. Yo prefiero apartarme discretamente a un lado y dejarlos a sus anchas, a ver si revientan.


Sé que me está quedando una entrada muy Javier Marías, así como de cascarrabias tiquismiquis al que le irrita hasta su propia sombra, pero tal como están las cosas, me reafirmo: 'Je suis elitiste'. Pertenezco a esa clase urbana cultivada y liberal que desprecia a toda esa gente sin criterio, sin gusto, sin luces, sin estilo. Sí, los desprecio con todas mis fuerzas. Tanto como ellos me desprecian a mí.
Y si ellos no tienen intención de ceder -al revés: van camino de dominar el mundo-, yo tampoco. Sin sentir por ello ningún tipo de complejo o culpa, como no lo sienten ellos. Podrán ser la mayoría, pero no tienen razón. Claro que para qué molestarse en convencerlos de lo contrario, si no tienen remedio con lo poco que ponen de su parte: son como son y están encantados.
Además de que malditas las ganas que tengo de redimir a nadie. Bastante tengo con redimirme yo.

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