"Me inclino a creer en esto: en la ciencia, las matemáticas y la física. Dicen que el mundo es un lugar sumamente complejo pero que en la raíz, en su nivel básico elemental, es el reino de los sucesos fortuitos, gobernado por el azar y la incertidumbre. No tiene sentido, ningún sentido lógico que podamos comprender... Pero lo que hacemos los seres humanos en nuestra vida cotidiana es fingir que sí tiene sentido, que en todo hay un significado y un fundamento sólido que descubriremos algún día. Sin embargo, creo que en el fondo de nuestro corazón tenemos que creer lo que nos dicen las matemáticas y los físicos."
La primera es esa ciencia que explica los resortes y mecanismos que mueven el Universo con sutilísima eficacia. Un conjunto de leyes misteriosas pero inexorables que se cumplen a rajatabla en todos los casos, sin variaciones dramáticas ni desagradables sorpresas.
Nada, por otra parte, escapa a su influencia: todo en este mundo y fuera de él, en esa vastedad cósmica que se extiende ahí fuera, sigue escrupulosamente las leyes de la Física. Leyes, por cierto, que nadie cuestiona. Lo que me resulta de lo más llamativo en estos tiempos sin verdades absolutas, en los que para casi todo conviven sin problemas dos versiones o teorías alternativas: Evolución vs. Creacionismo, Holocausto vs. Negacionismo, Telemadrid vs. Todaslasdemás, el hombre conquistó la luna/jamás la pisó y todo fue un montaje, La Tierra es plana/redonda, El 9/10 fue un atentado yihadista espectacular/fue un inside job de los gringos, Lady Di murió en un accidente casual/provocado, la Guerra Civil comenzó en el 36/34, el 11-M fueron los hutus/los tutsis...
(Foto: Marvin Radke)
Hasta la Física se cuestiona. A esos extremos hemos llegado. Ahora la Ley de la Gravedad no existe, es otro invento. Ah, y la Tierra es plana. Sus leyes hasta ahora no admitían contradicción. Eran inmutables y constantes; en una palabra: inapelables. Hasta ahora. Ahora las manzanas no caen, se tiran porque tienen tendencias suicidas. Hay que entenderlo: ser manzana es aburridísimo, todo el día colgada del árbol sin nada que hacer, desesperada porque te penetre un gusano, esperando lánguidamente, en ese corredor de la muerte que es la rama, a que te recojan para hacer contigo sidra El Gaitero que, si uno lo piensa bien, es un final bastante indigno. Otra cosa bien distinta es que te llames Apple y seas hija de Gwyneth Paltrow y Chris Martin de Coldplay. En este caso, la vida de una celebrity kid, por mucho que se llame manzana, es siempre de la variedad golden.
De las dos la química es la que más mal rollo da, la que repele a mayor número de personas. No deja de ser una absurda paradoja, puesto que todos nos servimos de ella para estar más guapos, conservar la comida más tiempo y tenerlo todo desinfectado y limpio.
Pese a sus numerosas e indiscutibles ventajas, la química es una ciencia para muchos sospechosa y oscura, potencialmente nociva o tóxica. Esta quimofobia viene de antiguo: la química siempre ha tenido muy mala reputación. Será porque, antes de ser reconocida como ciencia, se la consideraba una variante de magia negra. Me refiero a los oscuros tiempos de la humanidad en que era conocida como alquimia y se practicaba en sótanos lúgubres con fórmulas secretas y ritos que se tenían por diabólicos.
A algunos de aquellos pioneros se les llegó a quemar o condenar por brujos, cuando además de maestros del conocimiento gnóstico fueron padres fundadores de la química moderna, esa que hace nuestra vida tan agradable, perfumada y aséptica. El paradigma ha cambiado desde los tiempos de la alquimia clandestina, pero no tanto. La mayoría de la gente sigue percibiendo la química como una disciplina peligrosa con efectos de alto riesgo.
El prejuicio está bien arraigado en la psique colectiva, hasta el punto de que a la opinión pública le cuesta asimilar la transición de brujo demoniaco a respetable científico de bata blanca.
Continuamos presos de nuestra ignorancia medieval respecto a la química (¿la medicina?), por eso entre mucha gente se da un rechazo casi instintivo hacia sus productos y aplicaciones. Y no se lo merece, porque esa misma gente olvida fácilmente que siempre ha intervenido para mejorar nuestro bienestar y nuestra calidad de vida.
(Foto: Michael Glazier)
Yo al menos no puedo mostrarme tan ingrato. Por muy frívolo que aparente ser, hay cosas que tengo muy en cuenta. Como toda la felicidad que me han proporcionado Jimmy Neutrón, Quimicefa, la fórmula de la Coca-Cola, el paracetamol, el ibuprofeno, el ácido lisérgico y el hialurónico, el desodorante, la pasta de dientes y el nitrato de amilo, los líquidos para lentillas, la gomina para el pelo y los antihistamínicos, el Lorazepam, la anestesia, el Fortasec y los Hermanos Químicos, el Ventolín, el Yacutín (en la era predepilación, cuando quien más, quién menos, todo el mundo llevaba un matojo en la entrepierna) y todo lo sintético y creado en laboratorio, en general. Todos esos pedorros de amig@s naturistas-nueva-era-kundalini-veganos que tengo me dicen que cómo puedo decir eso, que estoy loco, que la química es veneno.
Luego están los antivacunas, que menuda tropa. Pues nada, les digo yo arrancándome por rumbas, si es así, dame veneno que quiero morir, dame venenoooo...
La traducción más aproximada sería estelas o trazas químicas, y se trata de un fenómeno relativamente reciente, observado desde hace pocos años en nuestros cielos. (Muchos afirman que era prácticamente inexistente antes de los años 90. Nada que objetar. Con esto no sucede como con los platillos volantes o las armas atómicas, artilugios de los que pueden leerse ambiguas referencias en ancestrales libros sagrados como la Biblia o el Mahabarata).
La interpretación que los más aprensivos hacen de estas caprichosas formaciones de nubes es tajante: estamos siendo envenenados, expuestos a sustancias incógnitas, bombardeados con partículas sospechosas, veladamente irradiados, sometidos a quimoterapia oculta. El mensaje es espeluznante: al parecer se nos espurrea subrepticiamente con todo tipo de componentes nocivos, cuando no con microrganismos letales. Nos están fumigando como a un campo de lechugas, no se me ocurre otra comparación más gráfica.
Para una mente racional y escéptica, estas mallas de nubes no son sino estelas de condensación o cirros, un fenómeno del todo natural. En cambio, los paranoicos amantes de las teorías conspirativas más extravagantes descubren en ellas una sombra de sospecha, un propósito misterioso o un expediente clasificado, a salvo de la opinión pública. Los motivos, según ellos, son diversos: detener o paliar el cambio climático, lo que no deja de ser altruista, y el más alarmante de todos: experimentar con una población desprevenida. En cualquier caso, o bien se distorsiona el medio con elementos extraños o bien se nos manipula directamente a nosotros, todo esto sin darnos cuenta. Es muy probable que tengan razón. No ya sólo porque se hayan detectado porcentajes de bario y aluminio -sustancias ambas venenosas- en estas trazas químicas o chemtrails. Es del dominio público que, en la década de los 50, en pleno clímax de la Guerra Fría, el gobierno de los Estados Unidos ensayó en la población -su población- los posibles efectos de un ataque bacteriológico: difundieron diversos virus y bacterias por los sistemas de aire acondicionado de estaciones de tren y autobús del Medio Oeste -inmenso campo de pruebas-. Todo ello con un fin: establecer el ratio de velocidad con el que uno de estos bichos se propagaba entre la población y a través de una determinada área geográfica.
Yo, la verdad, no sé quién se está molestando en cuadricular el cielo con este Excel aéreo de oscuras intenciones. Ni si nos están rociando con etéreos agentes naranja, pesticidas raros o fósforo de colores: total, por unas dosis más de todo esto, no voy ahora a preocuparme. A mí lo que me preocupa estos días es cómo se va a refundar el capitalismo en la Cumbre de Washington. Y me preocupa porque dudo muy seriamente que alguien sea capaz de domesticar a una fiera tan sumamente depredadora y perversa, si es que realmente existe una posibilidad o un interés real -que lo dudo más todavía- en desbravar o al menos poner bozal a este monstruo de mil cabezas que todo lo devora especulando sin piedad y aplicándole un interés sangrante. O lo mismo me equivoco y lo trasforman en un adorable gatito... Pero no creo: mi margen de error, me temo, es demasiado grande.
Parafraseando el inicio del viejo clásico de los Temptations, “It was the 5th of November the day I’ll always remember, yes I will…” No sólo yo. Todos, en efecto, lo recordaremos. Un día más allá de lo histórico. Ahora ya no sólo tenemos música negra. También la política se ha teñido de ese color, de rabiosa actualidad gracias al “bendecido”, que es lo que significa Barack en suajili. No conocía un entusiasmo igual por el negro desde los 80. ******************** Habemus imperator, y aparte el hecho fundamental de que por primera vez en la historia de los Estados Unidos, el país que inventó el Ku Klux Klan y la segregación racial, un mulato vaya a ser investido de púrpura, la fiesta de su elección ha sido multitudinaria y global. La masa de ciudadanos de a pie ha celebrado con euforia en todo el mundo este cambio de mentalidad, de paradigma, quizá de rumbo. ******************* Unos los llaman “contribuyentes”, otros “consumidores”, otros “peones” (negros, blancos, colorados, qué más da)… Yo los llamo maniquís… Y después de haber participado activamente en el apoyo y elección de la Gran Esperanza Negra, ahora volverán a su lugar natural, el escaparate de la historia. Desde allí, como muñecos pasivos que en el fondo son, contemplarán probablemente cómo La Gran Ilusión, como siempre que las expectativas son altas, se queda finalmente en El Gran Chasco. ¿Consistirá el cambio en esto? Puede que sí, puede que no. En cualquier caso, habrá que darle una oportunidad. ****************** De la cabaña del Tío Tom a la Casa Blanca, ya veremos en qué queda la cosa. El futuro es incierto, pero pinte el color que pinte, tanto si es morado, como rosa o negro, como si al final no pinta nada, el sol siempre brillará en la televisión. Para muchos de nosotros, esto ya es suficiente consuelo.
Este es el mes en el que el termostato de la naturaleza se reajusta entre indecisiones y espasmos; por eso pasamos en el mismo día de lo húmedo a lo cálido, del sol a lo nublado, sin saber a qué atenerte y volviéndote un poco loco. Es también el mes de cosechas y oriónidas. De Halloween. Y de revoluciones, de ahí su soviético apodo de Octubre Rojo. ****************** Y, como según los Pet Shop Boys, de la Revolución a la Revelación sólo hay un paso, la de este mes me ha venido al constatar un llamativo fenómeno: a causa de la crisis, los diarios de difusión gratuita han reducido drásticamente su tirada. Y cuando digo drásticamente, me quedo corto. ****************** Hace apenas unos meses, si cogías un tren de cercanías a las 8 o 9 de la noche, todavía te encontrabas el vagón alfombrado de ejemplares; era como el paisaje después de una guerra (impresa).
Pues bien, esto se acabó: ahora, pocas horas después de que se hayan repartido en las estaciones, cuesta encontrar un solo ejemplar de ellos en un tren; a las 8 o 9 de la noche ni te cuento: los vagones aparecen casi impolutos. Como mucho te encuentras con un Metro o un ADN, que parecen ser los que menos han recortado edición. Con los que más se nota son 20 Minutos y Qué!, algo muy coherente con lo que ha ocurrido en sus redacciones hace poco, en las que han hecho un barrido inclemente de personal. ****************** Parece por tanto que la crisis ha puesto a la prensa gratuita en los carriles de las vías de extinción. Ya no es sólo que publiquen menos porque el papel está muy caro, es que sus anunciantes, afectados igualmente por el actual descalabro económico, les van a meter cada vez menos publicidad, que es de lo que viven. La voz de alarma, por no decir ataque de pánico, se ha dado también entre la prensa de pago: cada día venden menos; ya nadie puede parar esa tendencia en el inconsciente colectivo a pensar que los periódicos son algo ya súper old fashioned, una especie de fósil vivo de la era predigital. ****************** No hay más que acercarse a un kiosco: las revistas ya no saben qué regalar para que las compres. El otro día, con una, me daban un tablero de ouija de Los Simpsons, una tienda de campaña canadiense y una elefanta embarazada (¡Viva Forges!). Yo no sabía cómo decirle al kiosquero, que parecía sacado de una de nuestras series costumbristas de televisión, que sólo quería la revista, que ouija ya tenía (y firmada nada menos que por Madame Blavatsky) y que para animales preñados ya tenía bastante con mi perra, que en dos años ha parido dos camadas como dos soles. No sirvió de nada y me tuve que llevar todo el pack. Por supuesto, cuando llegué a casa, bajé al trastero y lo arrinconé todo allí, junto a otras promociones: cientos de pares de chanclas en color liso o de camuflaje, un kayak, bolsos y maxibolsos, bikinis y trikinis, collares fluorescentes, barajas de Pokemon... Todo ello objetos muertos, como la misma prensa escrita que pronto, muy pronto, sólo quedará en el recuerdo. Tal vez la crisis sirva para darle la puntilla. Tal vez precipite que desaparezca definitivamente, al menos la gratuita.
Que se vean obligados a cerrar el chiringuito es algo que debería alegrarte si tienes conciencia ecológica. El ahorro de toneladas y toneladas y más toneladas de papel va a ser enorme, lo que supondrá un respiro de alivio cósmico para nuestro maltrecho mundo. La crisis, en este sentido, va a tener un efecto curiosamente positivo, obligándonos a ser consecuentes con nuestra hipócrita preocupación por el medio ambiente. ******************* Crisis en griego significa cambio. Es decir, catarsis. Y esta, que ya se anuncia como uno de esos eventos que hacen época, va a revolucionar el mundo y a trasformarlo, marcando un antes y un después, empezando tal vez por hacer de la prensa escrita algo testimonial cuando no un cadáver descompuesto o una reliquia del pasado. ****************** Ya me lo decía mi viejo y sabio gurú: las guerras, crisis y epidemias traen dolor y tragedia al mundo, pero también una necesaria higiene. Que Dios se apiade de nuestro lápiz de labios...
Podría ser perfectamente uno de los títulos aristocráticos de Dios, e imaginártelo tan elegante como Gene Chandler. Y tan negro, por qué no. ****************** Esa era precisamente la pregunta que se hacía una ecuménica canción, absolutamente proDomund, que me enseñaron en el colegio, ¿De qué color es la piel de Dios?, y que cantábamos en versión acústica o unplugged, con una monja yeyé tocando la guitarra, en aquella época gloriosa del folk cristiano que el Concilio Vaticano II trajo a las iglesias. ****************** La copla dejaba claro que la piel de Dios es multitonal o technicolor, por aquello de integrar en su Divina Epidermis a todas las razas del mundo. Al fin y al cabo la paleta de colores la inventó él, lo cual es algo que a los racistas y xenófobos se les olvida a menudo. ***************** A mí lo del tono exacto de la Suprema Tez es algo que me la ha traído siempre al fresco. Lo que sí me he preguntado más de una vez es cómo sonará su voz, si es que suena. A lo mejor se comunica por telepatía, como el ser avanzado y elevado que es.
Pero no: algún sonido ha de emitir, aunque sea en altísima o bajísima frecuencia. No son meras especulaciones: en la Biblia puede leerse, sin género de dudas, que le habló directamente a algunos de sus más notorios personajes: Moisés, Enoc, Isaac...
Sobre este asunto particular, la tradición cabalista judía asegura que nadie puede hablar con Dios, porque escuchar su voz atronadora te desintegraría. De modo que a lo mejor Dios es sólo un vozarrón, una especie de megáfono cósmico. Y fueron sus cuerdas vocales como rascacielos de Dubai las que le dieron sentido a todo. Ya lo dice la Biblia nada más empezar: Al principio fue el Verbo… El mismo que ordenó oralmente que se hiciera la luz. El que fue creando las cosas a medida que las iba pronunciando. Hasta entonces no eran nada, no existían. Y no existían porque no tenían nombre. ***************** La palabra constituye por tanto la verdadera esencia de las cosas. La que testifica su identidad. La razón de su existencia. La que las define y determina. No sólo eso: en el momento en el que nombras algo, lo haces tuyo, lo posees y en cierto modo lo mancillas; es, de hecho, una manera de violarlo. Por eso, para la tradición religiosa judía, el nombre de Dios es sagrado. Nadie debe conocerlo, nadie debe mencionarlo porque hacerlo sería la peor de las profanaciones. **************** Con lo que, para los judíos ortodoxos, el nombre de Dios es tan tabú que ni se dice, ni se escribe, ni se peina ni se pone la mantilla hasta que no venga su novio de la guerra de Melilla (la religión es lo que tiene, que es muy sacrificada). De todas formas, y ya para concluir, admito que esto de preguntarse a qué suena la voz de Dios es una cuestión metafísica tan inútil como las que plantea la inefable Coixet en sus anuncios de compresas (a qué huelen las nubes y tal). Aunque ni tan cursi ni, sobre todo, tan idiota...